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lunes, 17 de septiembre de 2018


LA MALDICIÓN DEL BURRO

Por: Javier Barrera Lugo

No pidas que sea un caballero si me pones
a comer mierda por mero gusto.
Atte.: La base.


Hasta para ser un tirano apenas respetable se necesita estilo. Este no se compra, ni tiene valor de cambio porque es condición inherente a la templanza del espíritu. El personaje con estilo es quien cierra la boca y analiza  las causas de un problema mientras una turba grita; deja que la gleba actúe cegada por sus pasiones menos nobles y saca rédito cuando la tragedia es consumada.  Y es irrelevante si reviste maldad o bondad el propósito que lo impulsa. Lo valioso es que la razón tenga, al menos, un ápice de repercusión positiva para quienes terminen siendo beneficiarios o víctimas de ella.

       La vulgaridad, la persona vulgar, en cambio, estima su impertinencia como virtud suprema ya que es la majadería del ego quien le aconseja. Nada es gris, siempre defiende hacer lo correcto cuando es lo que le conviene a sus proyectos. Pasa los días imitando a Narciso frente a un espejo empotrado en su imaginario, aún sin tener belleza o al menos una pizca de inteligencia que sustente su apreciación.

       Al no tener criterio propio, imita actitudes de sus amos (a quienes aspira cortar la cabeza y reemplazar en algún momento), cree a sus iguales jerárquicos, seguidores nacidos para “mamársele” la idiotez y aguantar los puntapiés en el estómago que les da cuando tienen la desgracia de caer malheridos por alguna trampa que fraguó… Pobres personas, pobres propósitos, pobres ideas las de la gente sin cualidades... Hasta para ser tirano se necesita estilo, algo de inteligencia, hilar un par de ideas, así parezcan descabelladas o huérfanas de propósito.
  
       Creyó que tratar con insufrible zalamería a quienes besaba el culo como ritual de sumisión, maquillar la ansiedad de conseguir sus intereses bobalicones a través de nosotros, sus iguales en la jerarquía, la harían dominante en la selva burocrática donde nunca pasamos de ser prisioneros sin rostro o sombra.

       Estaba convencida que humillar a quienes habitábamos la base de la pirámide le daba poder, que nuestro aguante era sumisión y no conspiración  (venganza es un plato que se come frío), que éramos idiotas útiles centrados en ganar el pan y no tipos heridos en su honor que anhelábamos una oportunidad para machacarla a golpes… Lo único infinito, además del universo, es la estupidez humana; no hay duda de esto.

       Un día, sus protectores, sus dueños, se hicieron estatuas de sal que le dieron la espalda. Ella lloró sus ojos frente a nosotros, la base que despreciaba. Nos insultó, pataleó como posesa, nos dijo hasta misa. Entendiendo su propio ridículo, que estaba sola en medio de una jauría con sed de sangre traidora, intentó convencernos de hacer  “borrón y cuenta nueva,” de ayudarla “ante una situación injusta que no merecía alguien que sólo siguió ordenes…”  Lo único infinito…

       Cuando la voz de la verdad le ganó el pulso a la arrogancia en aquella mente cerrada, cuando leyó desdén en las miradas, la tipa se desplomó cuan pesada era. Acudió a la súplica como último recurso del cobarde. Nosotros, silentes por naturaleza, conspiradores de oportunidad, la miramos con asco mientras cavábamos la fosa donde sus antiguos dueños ordenaron enterrarla.

       ¿La vida enseña? ¿Castiga? Eso no es relevante para la historia. Juicios éticos de ese calibre son entendidos por mentes brillantes y ese no fue el caso de la protagonista de este relato, ni de nosotros, “la masa” que se preparó para actuar.

       La echamos al hueco de un empellón. No hubo remordimientos. Con las fuerzas que sobrevivieron a la sorpresa de ya no ser la mascota de sus amos, trató de escapar. Uno de la cuadrilla,  matarife inescrupuloso que la odiaba más que el resto, clavó la punta de su bota en aquel estómago adiposo. Sin aire en el tórax fue más fácil disponer del cuerpo.
       La última palada de tierra trajo consigo una sentencia que alguno recitó como plegaria: “La maldición del burro: con la vara que mides serás medido.”

       Nadie dijo nada. Alguno de nosotros sería el próximo en la lista…  ¡Era seguro!