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martes, 2 de mayo de 2017

EL RECLUTA

EL RECLUTA
Fernando Vanegas moreno



 Solo bastan cinco minutos para decidir y toda una vida para lamentarnos…,

Cada mañana era lo mismo: levantarse a madrazos, hacer la cama, bañarse, aseo; sacarnos el alma en ejercicios sin fin claro o especifico,  pasar al rancho, comer lo que decían que teníamos que comer (mejor, lo que hubiera), y ocupar el resto del día entre mil órdenes, y en extrañar…, se extrañó y mucho.

Éramos un combo de perdidos, tal vez, y sin quererlo, yo el más; las “voladas” del colegio eran frecuentes y aunque (y aquí la modestia personal no funciona), siempre destaqué como muy pilo, me dejé llevar por mi séquito de desadaptados vagabundos. 

Mi promedio académico fue siempre más que sobresaliente y las tareas colegiales eran solo juegos que se despachaban con la mayor rapidez posible; en resumen, un genio con alma de bohemio, como todos los genios.

Nunca me sentí a gusto entre cuatro paredes, con el viejito aquel de cálculo susurrando ecuaciones y cifras, con la modorra pegada al cuerpo y con ese olor a viejo que solo tienen los profesores de matemáticas…, era un aroma mezcla de “piel roja” y mierda, de medias sucias y baúl de orfelinato. Me desesperaba sentirme atrapado en un círculo que era impuesto y que en mi conciencia temprana, no era para mi. Me ahogaba tener que madrugar y ceñirme a güevonadas que no contribuían o enriquecían para nada mis expectativas, y para no aburrirlos, sintetizo: el colegio estaba por debajo de mis expectativas. Los perdidos me ganaron y me llevaron por un camino que solo el tiempo ya lejano me llevó a censurar y entender.

El perfume del paño, de la tiza, el sonar de las bolas al chocar, lo malevo del entorno, obvio, el alcohol, fueron los ganchos fáciles para que me hiciera adicto al billar…, ya no salía de ahí, las salidas clandestinas de las aulas se hicieron más frecuentes, y la algarabía juvenil de mis camaradas, ayudaron en mucho en que yo viera en ese juego, un segundo hogar, una salida excelente para mi tedio claustrofóbico hacia la enseñanza. Me volví bueno, que digo bueno, me convertí en un excelente jugador; al que fuera y con quien fuera le daba partido, casi nunca perdí; deje de lado ahora si definitivamente mi interés por un  cartón colegial sin alma u esencia, y me entregué de lleno al sofisma de distracción perpetuo de carambolear la vida. Estaba a mitad de mi último año académico y decidí de mutuo acuerdo conmigo mismo, abandonar mis estudios, no me arrepentí en ese momento, no tuve temor, ni dolió en lo poquito de ser pensante que quedaba.

Mi dependencia al jueguito acabo una tarde con la mejor psicóloga y la más excelente de las terapias: mamá y el rejo. Estaba pues distraído en el “chico” de turno, cuando se sintió en el ambiente, la escalofriante presencia de la vieja…, no la vi llegar, el silencio se hizo estresante…, lo único que sentí, fue el golpe seco y contundente…, un taco de billar decoraba mi espalda…, santo remedio, mi vieja fue mi mejor terapeuta, con solo un golpe me hacía psicoanálisis, me limpia el aura y abría todos mis chacras, nunca más volví, como jamás volví al colegio.

Mi madre (una santa ella), nunca dijo nada, ni siquiera aquella tarde en que le “comunique oficialmente” mi determinación como desertor de escuela , sé que le rompí el alma, pero permaneció estoica, en silencio, con la mirada perdida en el infinito inconmensurable de sus tristezas…, guardó silencio igual, que cuando tiempo después y preso de un desinterés el hijueputa por la vida, me regalé para prestar el servicio militar..., me miró desdeñosamente y su mutismo solo me gritaba que hiciera lo que quisiera, que ya estaba muy grande, que no había querido estudiar y que yo era el único dueño de mi destino. Yo creo que pensaba que era solo una más de  mis bravatas, un acto irresponsable de los muchos a la que la tenía acostumbrada; pero no, era en serio, y esa madrugada cuando en mi vieja maleta escolar, con mis dos camisetas y mi blujean mas desgastado me despedí, entendió (junto a mi padre), que era real, que me había embarcado en una lancha de aullidos, de humillaciones,  de bajezas. Era el instante en que tenía que madurar, y tal vez, el seguir órdenes, así no fueran las correctas, ayudarían en últimas a convertirme en el hombre que ellos querían, en ese ser, que hasta ese momento, solo canas había generado.

Lloró mamá, lloró papá, berrió mi tía, bramé yo…, nada que hacer, ya estaba adentro. Quizá no fue el orden cerrado; aprender a marchar, adquirir una disciplina, sacar pecho, hablar duro…, nada de eso fue duro para mí, lo realmente mortal en mi existencia era extrañar; la nostalgia…, sentía mi hogar muy lejos…, yo, acostumbrado a comer como náufrago recién rescatado, ahora, rogaba por un  pan y un agua café…., los viejos ya no estaban ahí para soportarme o consolarme; mis abuelos, los más grandes, los más queridos, los más…, ahora solo eran un espejismo lejano en las madrugadas cobijadas por el frío, o en las noches oscuras del alojamiento.

La ausencia dolía a montones, me rompía por dentro como si naciera dentro de mí un alíen carnívoro e inmisericorde…, todo el tiempo me taladraba el alma el no estar con los míos; qué sería de la vida de mi cucha, esa dama a quien tantas amarguras  provoqué, ¿y mis hermanos?, ¿y mi viejo?, ¿y mi abuelo?, que sería de mi anciano, ese que a escondidas me acolitaba mis desmanes…, dolió, dolió todo.

Tomé entonces otro norte, resolví terminar lo poco que me faltaba durante el servicio, y como era de esperar, me gradué con honores. Era mi juramento de bandera y al mismo tiempo, mi reconocimiento como el mejor bachiller; me sentí grande por primera vez, y a la par, un miserable pues no tenía a ninguno de los míos cerca para compartir ese logro…, todos estaban lejos, o no sabían, o, simplemente, no quisieron ir, ya los había decepcionado lo suficiente y tal vez, para ellos, lo mejor era marcar distancia con la oveja negra que se ufanaba de su arrogancia y se revolcaba regodiento en el chiquero de su sobrades…, no los culpé, era lógica su lejanía. Sin embargo, con el corazón arrugado, busqué entre la tribuna alguna cara conocida, pasé mi vista dos o tres veces por esas gradas frías donde reposaban sonrientes los invitados de mi compañía, y no, no veía a nadie.

Una lágrima se asomó de pronto y cuando empezaba a tomar impulso en mi mejilla, un hombre enorme de sombrero llamó mi atención, sí, era él, mi abuelo, el alcahuete, mi celestina privada, ahí estaba, firme como siempre, diciéndome en la distancia: “hijo, aquí estoy, nunca puede estar ausente el que nunca se ha marchado, vivo en su mente como usted vive en mi corazón”

Lloré de alegría, su presencia borraba todo lo que yo pensaba hasta ese momento, su sombrero cubrió de pronto hasta mis penas más pequeñas y entonces fui feliz. Más grande el orgullo al presentarle mi diploma de bachiller y dar parte de mi contingente…, mi corazón explotaba, el suyo no cabía en el pecho, nos abrazamos con el silencio que nos rodeaba y lo gozamos con los ruidos que se desprendían del alma.


Aquel día, el sol ya no fue tan abrazante como siempre, las 22 de pecho fueron un descanso y la mirada melancólica del abuelo; me aseguró de pronto, que todo estaría bien.