DESENTERRAR
EL PASADO
Guido de Schrijver, Bélgica
El sargento Martínez
estaba de guardia a la orilla del pozo, el fusil atravesando horizontalmente el
vientre, los brazos apoyados en la culata y el cañón. Se escudó debajo de un
árbol, pues el sol pegaba fuerte. Posaba su mirada en la espalda corvada de un
joven agachado en el fondo. Alrededor del pozo estaban sentados y en cuclillas
hombres mayores, mujeres y niños. Sombreros de mimbre, huipiles de algodón con
figuras mayas multicolores apagadas de tanto lavar y restregar en el río. Las
mujeres desenterraron lágrimas que habían comenzado a llorar veinte años hace.
El sargento Martínez había recibido la orden de su jefe: «En San José Poaquil
hay una exhumación, con la autorización del tribunal, debe haber vigilancia día
y noche, no vaya a ser que algún pinche quisiera borrar huellas». ¿Se trataba
de una mera coincidencia? Pues justamente en Poaquil un tío del sargento había
sido secuestrado y posteriormente desaparecido. Al otro lado del pozo se
encontraba la viuda, su tía. Ella dijo: «Deben haber al menos quince, entre
ellos mi marido y mi vecina encinta».
Una noche de silencio
absoluto los perros rompieron furiosamente en coro la paz que envolvía la
aldeíta. Pocos minutos después las botas desquiciaron las puertas de las chozas
y sacaron a los habitantes de sus camas, matando a los perros a tiros en el
acto. Llevaron a culatazos fuera del caserío a la gente, los ojos desorbitados
del terror, y en descampado los abatieron a balazos y machetazos, gritando:
«¡Por comunistas, desgraciados!» Ahí mismo los enterraron en un pozo común al
amparo de una luna débil y cómplice. Con el tiempo los bejucos cubrieron piadosamente
la pesadilla, pero un chico, escondido bajo el camastro durante el desalojo de
su familia, se empujó a fuera, mareado por el suceso insólito, para seguir a
distancia, lo que le había parecido un cortejo fúnebre de cadáveres vivos.
Empinado dentro de la maleza se dio cuenta del sitio de la masacre y avisó más
tarde a la gente de la vecindad, que se guardaba el secreto como una llaga
mortífera.
El día que Claudio se
lanzó para sus estudios universitarios, su papá lo advirtió insistentemente.
«Hay que comer. Aquí en
Guatemala no se puede poner manos a la obra como antropólogo».
«Dentro de pocos años no
darán abasto los forenses para sacar a luz las osamentas de miles de víctimas
de los militares», profetizó el hijo, no haciendo caso del consejo paterno.
«Qué linda perspectiva,
mantenerse atascado en un pasado que ya no existe», ironizó el hombre amargado.
«Todo en el mundo pasa,
sólo el pasado queda», peroró el hijo, dejando estupefacto a su progenitor.
Una vez finalizados los
estudios en la universidad estatal esperaba dar pronto con un empleo
interesante. Quiso llevar a la práctica en los sitios arqueológicos mayas tanta
teoría rumiada en las aulas. Piedras había de sobra, los fondos faltaban.
Hubo un regocijo
planetario a la hora que se firmó la paz poniendo fin a un conflicto armado
interno de varias décadas. Se declaró el fin de las dictaduras en el país y en
el continente entero soplaron vientos nuevos sobre las repúblicas. Se acabó el
terror del estado. ¡La democracia al poder, los militares al cuartel!, gritaron
las masas en las calles.
No tardó mucho el
momento en que Claudio vio cumplirse las palabras con que apaciguó la
preocupación de su padre por su futuro académico incierto. Los familiares de
las víctimas del terror militar exigieron al gobierno democráticamente elegido
el permiso para excavar los cementerios clandestinos.
«Son más de mil fosas,
esparcidas sobre el territorio nacional, trabajo para años, pero no te hará
rico, es un servicio a la población, ellos tienen que encontrar a los suyos,
estar seguros que en realidad están muertos para darles sepultura digna», le
invitó el encargado de la antropología forense.
El presidente del
gobierno democrático trataba de empujar a los militares a los cuarteles sin
airarlos. Temiendo la justicia, la condena y el castigo los oficiales querían
de una vez por todas mantener bajo tierra junto a los cadáveres la pesadilla
del genocidio. Pero la población salió a la calle. Los familiares exigían el
regreso de los que habían desaparecido. Vivos o muertos. Todos estaban muertos.
Con el cuidado de una
mujer que se arregla la piel de polvos y cremas delante del espejo de tocador
Claudio cepillaba los huesos hasta hacerles surgir ante las miradas atentas y
temerosas de los deudos. El sargento Martínez lo observaba fascinado. El joven
académico destapó un cráneo, color café y rojo, color de la misma tierra.
«¡Mirá, una calabaza!», señaló con el dedo un patojo, recriminado suavemente
por la madre. En la medida que se liberaban los dientes el esqueleto comenzó a
reírse socarronamente. Los vecinos se conmovieron en su apuro por reconocer al
difunto al tiempo que guardaban un recogimiento respetuoso ante lo que les
parecía un sacrilegio. Tiras podridas de camisas y pantalones habían suelto sus
colores. Claudio hurgó en un embrollo de telas medio comidas sacando un objeto,
que destelló un instante a la luz del sol. Lo limpió entre los dedos hasta que
de repente un alarido desgarró el silencio sagrado, ahuyentando a los pájaros
chirriando. El sargento Martínez miró aturdido, los ojos húmedos, a su tía, que
desmayó en brazos de una vecina. La mujer había reconocido a su marido. Claudio
dejó descansar la mano encima de lo que había sido la bolsa del pantalón,
cargando una medallita metálica de San José. Ella misma la había cocido en el
pantalón para que su hombre no la perdiese nunca. La exhumación duró varias
semanas. Claudio procedió como un escultor delicado para poner al descubierto
dos esqueletos entrelazados, él de la madre y envuelto por la caja torácica y
los brazos como entre los barrotes de una jaula él del feto creciente. Algunas
víctimas fueron tan descuartizadas por la furia de los soldados que no fue
posible la reconstrucción de los esqueletos. Los campesinos mayas ayudaban a
Claudio, izando paladas de tierra en cubos, echándola en un cedazo. Los niños
tenían permiso para ayudar identificando pedacitos de huesos entre los
terrones. Un mes más tarde Claudio terminó la faena y se despidió de los deudos
y del sargento Martínez. El policía agradeció al profesional por su tarea y
dedicación.
Con sus cuatro hijos le
costaba al sargento Martínez sacar adelante el hogar con el salario que ganaba.
Sin embargo no fue por el dinero extra que aceptó el encargo que le propuso un
jefe mayor unas semanas después. Pues simplemente él no estaba hecho para
aquella clase de operaciones que no aguantaban la luz del día. Tenía que
hacerlo. Determinadas órdenes estaban fuera de discusión. Había que aceptarlas
nomás. Sobre todo si venían de ex generales, jubilados por servicios prestados.
Servicios que por lo demás tampoco aguantaban la claridad, según le alcanzaban
los rumores susurrantes de los colegas. Fue a las tres semanas después del
entierro del tío con cantos litúrgicos, flores, incienso y llantos en San José
Poaquil que recibió el encargo. Hacia el centro de la ciudad capital, a las
tres de la mañana, cuatro hombres, gorras pasamontañas negros, uniformes
negros, andar armados ostentosamente, furgoneta sin matrícula, irrumpir y
revisar hasta el último rincón del local, sacar las computadoras, documentos y
toda la papelería habida y por haber, hacer pedazos el resto sin dejar huellas
de su identidad. Durante el trayecto hacia el lugar indicado el sargento
Martínez expresó su preocupación a los colegas. Estos se burlaban de él. Al
parecer ya manejaban cierta rutina en destruir locales de organizaciones de
derechos humanos, pegándoles a los miembros presentes casualmente un susto
mayúsculo y merecido, ya que se negaban a quitar sus patas insolentes del
pasado enterrado. Sigilosamente bajaron de la furgoneta en la calle desértica
frente al local. Al sargento Martínez le tocó destrozar a hachazo limpio la
puerta de entrada, siendo el primero a atravesar el umbral y penetrar al
inmueble. Los hombres enmascarados trabajaron veloz y minuciosamente. Mientras
que ellos saquearon la planta baja, destruyendo lo que no les interesaba
llevar, el sargento Martínez subió a trompicones en la oscuridad al primer
piso. Abrió de golpe una puerta, asaltándole el olor a dormitorio. En el haz de
luz de su linterna vio a un sujeto que se incorporó en la cama, aterrado. El
sargento Martínez se asustó sin emitir sonido alguno, por poco dejando caer la
linterna. Su mirada cayó en plena cara de Claudio. Sintiendo latir salvajemente
el corazón cerró la puerta detrás de si como quien acababa de hacer un
descubrimiento prohibido y peligroso. Mantuvo agarrado la puerta, evitando que
saliese el joven, como para protegerlo contra los demás asaltantes. Pues en la
confusión y el pánico fácilmente podría escaparse un balazo. Tan solo al
cerciorarse que abajo habían terminado la faena, soltó la manija de la puerta y
corrió escalera abajo. Al atravesar la calle, brincando a la furgoneta se
sintió un ladrón de primera.
El sargento Martínez
nunca se había excedido en dar crédito a supersticiones ni creencias de viejas.
Sin embargo a la noche siguiente recibió la visita de su tío. Este se puso
enfrente, abrió la boca de par en par llena de tierra, desnudando los dientes
blancos de la quijada color café y rojo, aullando como un cerdo y respirando
con estertor.