LOS OLORES DE LAS COSAS
POR: JAVIER BARRERA LUGO
Las sombras
terminaban de comerse las facciones de Maribel, cuando la encontró tirada en el suelo. Una
hoja carcomida por grises y negros que se lanzaban rabiosas mordidas, silencio,
lo que ella amaba por encima de cualquier sensación, la tibieza que tenía la
ausencia de sonidos. "¡Bonita hora eligió para cumplir su palabra!"
exclamó Triana con el último aliento, mientras lanzaba sin éxito al cesto de la
basura la nota que ella dejó junto al teléfono.
Sus manos
optaron por no ceñirse a descripciones.
Triana, sin quitar los ojos de la pantalla, acarició el muslo de Maribel,
que hasta ese momento veía la película en escrupuloso silencio. Cada terminal
nerviosa de sus dedos buscó saciar la curiosidad que aquella piel le había
inoculado en los deseos, en sus íntimos
miedos, en el color rojo lacrado de los secretos que en ese momento anhelaba
confesarle.
-¿Está seguro
de poder hacerme feliz?-preguntó ella sin mirarlo.
Triana,
sintió que el pecho se le quemaba. La mano que antes acariciaba materia ajena,
fue víctima de una corriente energética que la hizo volver a los conocidos
terrenos de la neutralidad donde todo
era miserable y limitado. Respiró antes de contestar:
-¡No sólo
seguro, también dispuesto!
-Cada vez que
soy feliz, feliz de verdad-dijo Maribel, esbozando algo parecido a una
sonrisa-mi vida se acorta. Es cierto. Algunos nacen en la alegría, otros vemos
en ella la forma honesta de despedirnos por cuotas. Es lo poco de dignidad que
puedo robarle al mundo, mi trozo de egoísmo. Si quiere intentar matarme no voy
a impedírselo-concluyó.
La gente en
el bar presenció estupefacta la golpiza. Triana, doblegado por sus
verdugos, no insistió en protegerse, al contrario, con las últimas
fuerzas tomó una botella y la estrelló
contra su frente. Los hombres, asustados, escucharon atentos lo que su
malherida víctima les gritó:
-¡Díganle al
"negro" que le pagaré hasta el último peso... Qué espere…! ¡Ya no le
tengo miedo a nada, imbéciles!
Maribel,
aterrada, le limpió la sangre de la cara. Él, la tomó por el brazo y dijo casi como un niño a punto de llorar:
-Valió la
pena robarle al “negro” para conocer el mar ¿no le parece?-
Estalló en
carcajadas histéricas al ver los ojos agradecidos de Maribel, llenos de lágrimas. El mayor
premio: ver que alguna vez pudo hacer feliz a su mujer, sin explicaciones o
fórmulas, así esa sensación atentara directamente contra su
vida.
-Desde que lo
conocí no he parado de morir-dijo ella.- El tiempo pasa rápido por mi esencia,
se lo advierto.
Triana
recibió como un latigazo el tono de la sentencia. Presenciaba el incendio del
paraíso y la única opción que tenía era guardar silencio frente a un
espectáculo sádico e ilógico que gestó su omisión. Maribel, no era sólo una mujer para amar, era la razón
que encaminaba sus pecados, dones y esperanzas precarias. Imaginar que algo
malo pudiese ocurrirle era construir mil momentos para hablarle a la pared en
noches de insomnio, dibujar un alfabeto que
comenzó a inventarse cuando las cosas eran simples tumores sin forma.
Jamás se sentiría tan perdido un hombre motivado por la inocencia de sus actos
canallas.
-¡Esta noche
le doy una sorpresa…!sentenció jactanciosa a un confundido Triana, que veía
como la plenitud se le iba metiendo a aquella mujer triste en cada célula del
cuerpo como un veneno dulce. La plata que robó y debía pagar estaba completa,
los sueños enteros y cargados con una electricidad azul hurgaban las costillas
sumidas de la fe propia. En su lugar, cualquier
persona estaría gozosa, ilusionada, pero sabía que lo único seguro ese día era
contrario a lo que la lógica indicaba. No quería irse, temía; pero el usurero
no daba espera cuando de cobrar dinero se trataba. Una sensación de orfandad lo
acompañó cuando salió del apartamento y la dejó acostada en el sillón.
Arregló el
asunto con el “negro” en menos de una hora. Cruzó la avenida y empezó a correr
como loco. Los cinco pisos de escaleras
fueron el obstáculo final que sus presentimientos debieron sortear para
volverse certezas. Abrió la puerta y vio como la luz casi inexistente de las
seis y media de la tarde empezaba a
pegársele para siempre a los olores de las cosas.