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jueves, 3 de mayo de 2012

LOS OLORES DE LAS COSAS...


LOS OLORES DE LAS COSAS

POR: JAVIER BARRERA LUGO

Las sombras terminaban de comerse las facciones de Maribel,  cuando la encontró tirada en el suelo. Una hoja carcomida por grises y negros que se lanzaban rabiosas mordidas, silencio, lo que ella amaba por encima de cualquier sensación, la tibieza que tenía la ausencia de sonidos. "¡Bonita hora eligió para cumplir su palabra!" exclamó Triana con el último aliento, mientras lanzaba sin éxito al cesto de la basura la nota que ella dejó junto al teléfono.

Sus manos optaron por no ceñirse a descripciones.  Triana, sin quitar los ojos de la pantalla, acarició el muslo de Maribel, que hasta ese momento veía la película en escrupuloso silencio. Cada terminal nerviosa de sus dedos buscó saciar la curiosidad que aquella piel le había inoculado en los  deseos, en sus íntimos miedos, en el color rojo lacrado de los secretos que en ese momento anhelaba confesarle.

-¿Está seguro de poder hacerme feliz?-preguntó ella sin mirarlo.
Triana, sintió que el pecho se le quemaba. La mano que antes acariciaba materia ajena, fue víctima de una corriente energética que la hizo volver a los conocidos terrenos de la neutralidad  donde todo era miserable y limitado. Respiró antes de contestar:
-¡No sólo seguro, también dispuesto!

-Cada vez que soy feliz, feliz de verdad-dijo Maribel, esbozando algo parecido a una sonrisa-mi vida se acorta. Es cierto. Algunos nacen en la alegría, otros vemos en ella la forma honesta de despedirnos por cuotas. Es lo poco de dignidad que puedo robarle al mundo, mi trozo de egoísmo. Si quiere intentar matarme no voy a impedírselo-concluyó.

La gente en el bar presenció estupefacta la golpiza. Triana, doblegado por sus verdugos,  no insistió en  protegerse, al contrario, con las últimas fuerzas  tomó una botella y la estrelló contra su frente. Los hombres, asustados, escucharon atentos lo que su malherida víctima les gritó:

-¡Díganle al "negro" que le pagaré hasta el último peso... Qué espere…! ¡Ya no le tengo miedo a nada, imbéciles!

Maribel, aterrada, le limpió la sangre de la cara. Él, la tomó por el brazo y  dijo casi como un niño a punto de llorar:

-Valió la pena robarle al “negro” para conocer el mar ¿no le parece?-

Estalló en carcajadas histéricas al ver los ojos agradecidos  de Maribel, llenos de lágrimas. El mayor premio: ver que alguna vez pudo hacer feliz a su mujer, sin explicaciones o fórmulas, así esa sensación atentara directamente contra su vida.

-Desde que lo conocí no he parado de morir-dijo ella.- El tiempo pasa rápido por mi esencia, se lo advierto.

Triana recibió como un latigazo el tono de la sentencia. Presenciaba el incendio del paraíso y la única opción que tenía era guardar silencio frente a un espectáculo sádico e ilógico que gestó su omisión. Maribel,  no era sólo una mujer para amar, era la razón que encaminaba sus pecados, dones y esperanzas precarias. Imaginar que algo malo pudiese ocurrirle era construir mil momentos para hablarle a la pared en noches de insomnio, dibujar un alfabeto que  comenzó a inventarse cuando las cosas eran simples tumores sin forma. Jamás se sentiría tan perdido un hombre motivado por la inocencia de sus actos canallas.

-¡Esta noche le doy una sorpresa…!sentenció jactanciosa a un confundido Triana, que veía como la plenitud se le iba metiendo a aquella mujer triste en cada célula del cuerpo como un veneno dulce. La plata que robó y debía pagar estaba completa, los sueños enteros y cargados con una electricidad azul hurgaban las costillas sumidas de la fe propia.  En su lugar, cualquier persona estaría gozosa, ilusionada, pero sabía que lo único seguro ese día era contrario a lo que la lógica indicaba. No quería irse, temía; pero el usurero no daba espera cuando de cobrar dinero se trataba. Una sensación de orfandad lo acompañó cuando salió del apartamento y la dejó acostada en el sillón.

Arregló el asunto con el “negro” en menos de una hora. Cruzó la avenida y empezó a correr como  loco. Los cinco pisos de escaleras fueron el obstáculo final que sus presentimientos debieron sortear para volverse certezas. Abrió la puerta y vio como la luz casi inexistente de las seis y media de la tarde  empezaba a pegársele para siempre a los olores de las cosas.