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lunes, 5 de junio de 2017

LA REALIDAD COLOREADA

LA REALIDAD COLOREADA
Por: Javier Barrera Lugo


Para Don Bernardo Bengoechea y Ardiles (concluí tras su asesinato y hechos posteriores), la mentira llana, el embuste, no era faltar al octavo mandamiento confiado por el dios judío a sus tribus, sino el resultado de un arte que afrontaba como el más placentero de sus vicios, esa parte esencial de un plan para mantenerse a salvo.
       Desde que tuvo uso de razón, la invención de situaciones fue un arma que utilizó en defensa de su integridad. Estas estaban presentes en su cotidianidad, hacían parte del lenguaje que explotaba, eran el aliciente que confortaba un alma que nadie logró conocer.
       Las horas de cada día se le iban en enredar a los cientos de clientes del café que tuvimos la suerte de conocerlo. Sentado cerca al portón de “El Perro Encerado,” se ponía a contar anécdotas que los presentes premiábamos con aguardientes y cigarrillos, que consumía por inercia mientras hablaba sin permitirle el uso de la palabra a nadie.
       Cada historia lo colocaba como protagonista o testigo de excepción de hechos heroicos o afortunados: “En una pirámide enchapada de jade, en la colonia italiana de Eritrea, ese bello muladar pegado al mar Rojo,- contó el día que el doctor Jorge Eliecer Gavilán, masón grado 28 y candidato a presidente de la República, se detuvo a escucharle sus cuentos-, un patriarca copto me permitió ver la preciada arca de la alianza, confiada a este buen hombre por descendientes directos del Rey Salomón. Engastada en láminas de oro, pequeña como esta mesa que señalo, doctor, dos ángeles la cubrían con sus alas mágicas resguardando el poder de destruir ejércitos con sólo abrir su tapa e implorar la ayuda de Yahveh… Una obra de arte que guarda el vaho de Dios… Aliento que huele a menta… palabra que es así…” remató. El doctor Gallón, encandilado, sacó del bolsillo una tarjeta personal y le pidió que fuese la tarde siguiente a su casa para que le diera más detalles de aquel suceso.
       En otra ocasión nos contó sobre su participación fundamental en el escape de un presidente mexicano de principios de siglo, que abandonó el Palacio de Chapultepec, según él derrocado gobernante, con una mano adelante y otra atrás, en ese período horroroso de las “Guerras Cristeras,”  en las que los cambios de mandatarios se hacían  a punta de carabina: “El dignatario, de quien me reservo el nombre por estúpido sentido de lealtad, se guardó en la maleta dos penachos ceremoniales que le pertenecieron al magnánimo Moctezuma, 50 barras de plata de San Luís Potosí y el menaje de oro que su secretario privado sustrajo del regio comedor. Todo lo vendió en París a precio de huevo para proveerse alcohol y putas, que eran para él motivaciones mayores a la lealtad con el pueblo que juró defender. Mientras este bandido pillaba lo poco que quedaba, yo  disparaba a los conspiradores desde una ventana del despacho… Una indignidad que casi me cuesta la vida, amigos míos,” nos dijo.
       Una tarde, en la que con un grupo de compañeros de la Universidad Rosarina, decidimos escuchar tangos y tomar aguardiente, nos lo encontramos endulzándole el oído a la bella joven que atendía las mesas de “El Perro Encerado”. Pese a estar rayando los 70 años, el viejo la tenía hipnotizada con su verborrea cargada del veneno que cimentaba el sentido de fantasía en una mente casi infantil.
       Ramiro Useche, el matón más grande que parió la facultad de Derecho, hijo del “mono” Useche y Vaca, senador vitalicio de Boyacá, que promovió desde las sombras la violencia de los ejércitos privados católicos y de terratenientes contra militantes del partido liberador, se fue lanza en ristre contra Don Bernardo, cuando la muchacha declinó la invitación a tomarse un trago junto a “un hombre de este siglo,” y se devolvió a la mesa del viejo para seguir escuchándole su retahíla fantástica. 
       “Viejo pendejo,” le dijo el insoportable Ramirito. “Usted es más falso que la hombría de monseñor Rebolo. Deje de inventar pendejadas, bastante tenemos con las que todos los días cuenta el presidente Ospino. Si conoció a tanta gente importante, tantos lugares exóticos donde supuestamente fue un héroe, si se graduó de titán peleando guerras ajenas, no entiendo por qué vive en ese cuchitril de la Candelera  donde todo huele a caca y  además, no sale “Del Perro,” tomando trago a costillas de los “vaciados estos”  en vez de codearse con la gente “bien” de esta ciudad…”
       Expectantes, dirigimos nuestras miradas hacia Don Bernardo. Con sincera mueca de fastidio contestó, más para los presentes que para  Useche:
       “Existen tres clases de hombres: los que hacen, los que no dejan hacer y quienes no hacen nada. Su “taita” y usted pertenecen a las categorías dos y tres. He vivido como quiero, en cambio ustedes sirven únicamente para robarle al pueblo plata, ilusiones y hasta la vida. Todo lo que cuento pasó. A quienes conocí existieron. A muchos respeté, a otros amé, a un reducido grupo de seres los odié; pero personas como usted y su papá no merecen siquiera ser considerados como objetos de atención, pues no tienen altura intelectual, ni el don de seducir a las masas o los individuos… Son la ignorancia que esclaviza al mundo… ¡Pida un biberón y mame! Es un niño que cree tener derecho sobre todo y me insulta por haberle, según su lógica minúscula, quitado un juguete, esta hermosa dama que engalana mi paso por este respetado lugar. Para mí, la discusión no tiene futuro; falta un contrincante con cerebro…”
       Useche, humillado, lanzó el dardo envenenado que siempre utilizan los mediocres que carecen de escrúpulos: 
       “De farsantes como usted es que se encargan los cuidanderos de mi papá: ancianos pobres, llenos de resentimientos, gente sin aspiraciones que se la pasa pizcando las migajas que caen de las mesas de los amos… Dichosos los mendigos que aprenden un discurso y engatusan a los incautos, de ellos son los basureros de la ciudad...”
       “¡Dichosos y felices, pendejito estafador! Por más que se esfuerce, sabe que una señorita prestante como la que tengo al lado, prefiere la compañía de un viejo patético a la de un rufiancete que le tiene que decir a los perros que cuidan al papá que les hagan a sus novias lo que ellos jamás les harán. Un perdedor con plata: frase que resume lo que es usted… Su escasa inteligencia la compensa con picardía… es un simple ratero… ¡Su taita el senador es el más ratero de todos…! Y vaya que he conocido gente trásfuga…  
       Ramirito no aguantó el golpe de lengua que le dio el viejo. Humillado, sacó una lezna que tenía escondida en un bolsillo del chaleco, se abalanzó sobre Don  Bernardo y le propinó una puñalada en el bajo vientre. Entre gritos histéricos, el viejo se revolcó y pidió a cualquiera que quisiera socorrerlo, que lo llevara al hospital La Magdala. Un taxista presente y yo atendimos su súplica.  Padeció diez días, una agonía lenta, infecta, plagada de fiebres y delirios. Lo acompañé todo el tiempo por solidaridad, por miedo: compartíamos la desgracia de la soledad.
       A las exequias no fuimos muchos, y fue lo mejor, el viejo había sido desenmascarado y no hubiesen sido justos una andanada de comentarios de mal gusto en su sepelio. La autoridad cotejó las huellas del pobre Don Bernardo y determinó que su nombre real era Saturnino Baracaldo, natural de Guayabal, Tolima. La investigación los llevó a establecer que trabajó para la oficina nacional de rentas desde los catorce años y de esta entidad se pensionó casi a los cincuenta. No tenía hijos o familiares conocidos. Sus pertenencias se limitaban a cuatro tomos de la Enciclopedia ilustrada Segui y cinco pesos en efectivo que guardaba entre unos recortes de periódicos.
       Tomé muchos tragos de aguardiente en “El Perro Encerado,” halagando la memoria del finado, mientras Libertad Lamarque cantaba una y otra vez, a través de la vitrola, besos brujos, el estribillo de mi desventura (¡Déjame! No quiero que me beses, por tu culpa estoy viviendo la tortura de mis penas. Déjame, no quiero que me toques, me lastiman esas manos, me lastiman y me queman…). La estrofa llegaba a mi alma como flecha llena de veneno, pero la tristeza se hizo por unos momentos junto a la puerta del local gracias a una aparición.
        Un hombre se me acercó exhibiendo una prestancia poco usual para esta ciudad. Perfil distinguido, extranjero -según mi corta visión para leer las características físicas de la gente, sólo por tener ojos claros y piel rosada-, una especie de dandy azotado por la vejez incipiente y orgullosa.
       “Usted fue el muchacho que auxilió a mi gran amigo Don Bernardo Bengoechea y Ardiles, ¿verdad?-preguntó.
       “Eso creí.” Contesté más enfadado que triste. Y continué: “Me enteré que acompañé en sus últimos instantes de vida fue a Saturnino Baracaldo.”
       “Saturnino, Bernardo… ¿cuál es la diferencia, amigo?”
      “Ninguna, tiene razón. Mentiras son mentiras; el nombre de quien las diga no importa…”
       “No son mentiras, es la realidad coloreada. Trabajamos juntos en la oficina de rentas, fuimos escribientes. Compartimos nuestras tragedias, no nos casamos, fuimos bohemios… ¿Nos pulimos, me entiende? Veníamos de pueblos condenados a la miseria, donde educarse era un lujo… Acá en la capital conocimos los libros, las ciudades, las historias… comenzamos a leer, aunque por pobres nos tocó imaginar, imaginar mucho… Es la mejor forma de darle respiro al espíritu.”
       Le invité un par de tragos y se emborrachó rapidito. Me contó que con Don Bernardo, no con Saturnino, tuvieron negocios fructíferos que fraguaron con corsarios gringos que abrieron la tierra a punta de dinamita y brazos de negros  para construir el canal de Panamá, y cuyas ganancias, según él, se esfumaron en garitos humildes de Funchal, isla de Madeira, donde mujeres que heredaron la visión comercial de sus antepasados fenicios, no se desnudaban por menos de 200 escudos…
       La madrugada llegó más fría que de costumbre y me agarró como él último borracho de la jornada. La muchacha por la que  asesinaron a Don Bernardo, cerró la puerta, se sentó en mi mesa y me pidió un aguardiente. “Siento culpa por lo que le pasó al viejito parlanchín. Ese pendejo lo mató por celos…” Por físicas ganas, le planté un beso en la boca.   Rosalba, así se llamaba, me apretó la mano y me dijo a bocajarro: “Hoy mi cama es muy grande… No quiero dormir sola.”

      La acompañé una semana, me dio pena pensar que se iba a sentir solita… La séptima mañana de nuestro idilio, sin decir nada, empacó tres chiros en una caja y nunca volví a saber de ella. “La realidad coloreada,” dije en voz baja, mientras cerraba la puerta de la pieza.