LATIDOS
(Continuación)
Por: Javier Barrera Lugo
(Adaptación de “El Corazón Delator” de Edgar Allan
Poe)
II
Trató de incorporarse. En ese momento
observé aterrado como el feto encarcelado en el ojo enfermo liberó uno de sus
tentáculos e intentó tomarme por el cuello. Lo juro, no estoy loco, ni soy un
enfermo mental… La criatura que habitaba la cuenca hundida luchaba por escapar
y en el intento contaminó con maldad el organismo que lo acogía. El viejo
personificaba lo peor que tiene el género humano… Me salvé por poco.
Lo agarré por los hombros y clavé sus
huesos contra el colchón, puse la mano derecha sobre su pecho y con la
izquierda tomé una almohada que le coloqué en la cara. Con todas mis fuerzas la
apreté. El viejo luchó, realizó una docena de intentos por liberarse, sus manos
asidas a mis brazos, un gorjeo asfixiado como último reclamo de una vida que se
extinguía… Después de unos segundos, treinta a lo sumo, sus extremidades y
cabeza se descolgaron. Todo terminó para nosotros. Cesaron los latidos, la voz
de Ozzy se evaporó. Por fin logramos la paz anhelada.
Contemplé aquella masa inerte unos
segundos. Sus parpados cubrieron la ternura de su maliciosa ancianidad. Le
canté una ronda infantil mientras grababa cada una de sus células en mi
memoria. ¿Loco? El hombre más cuerdo que ha pisado esta ciudad es lo que soy,
un tipo responsable que se encarga de sus engendros para que estos no se
vuelvan una plaga que azote al resto de la humanidad.
La lucidez me alcanzó para idear la
forma de deshacerme del cuerpo con la mayor discreción. No podía salir a mitad
de la noche cargando un paquete voluminoso sin que los vigilantes del
cementerio se percataran de aquel acto sospechoso en una casa cuyos habitantes
escasamente nos asomábamos a las ventanas. El reloj marcó la media noche. Una
imagen, un chispazo afortunado que me llegó como mensaje divino en un momento
de tensión, fue la tabla de salvación a la que me aferré. “Además de cuerdo y
venturoso, soy un genio”, me dije.
No pensé que descuartizar un cuerpo
fuera tan difícil. Con dos cuchillos y un hacha completé mi tarea en dos horas.
Reduje aquel bulto arrugado a seis partes de un rompecabezas tétrico. El
problema que siguió fue dónde dejar los restos. Repito, no podía salir a
esparcirlos en varios puntos de la ciudad sin generar sospechas, quemarlos
supondría un problema por los fuertes olores y cenizas que esparciría la
chimenea. Tampoco los enterraría en el jardín, los vecinos nos temían, pero
estaban pendientes de lo que hacíamos; más de una vez los sorprendí
espiándonos.
La única opción que tuve, y me llegó
también por inspiración, fue levantar algunos tablones del piso de la sala y
depositar allí las piezas. La madera, aunque carcomida resistió bien, se
generaron pocos escombros al retirarla y encajó perfectamente cuando la volví a
colocar. Limpié los rastros de sangre, barrí el aserrín, tendí la cama del
viejo, apagué las luces y cerré las puertas. Todo estaba listo.
No soy un loco… ¿Aún piensan lo
contrario? Hice lo que hice buscando la tranquilidad de la comunidad. Lo maté
por eso, no por el dinero que tenía escondido en el armario y está intacto, o
en venganza por los actos aberrantes que confesó a cuentagotas en los almuerzos
que compartimos: extorsiones, secuestros, robos, explotación de mujeres, miles
de acciones viles que quedaron impunes. No, el motivo fue honesto, generoso de
mi parte.
Cuatro campanadas del reloj de la sala
me devolvieron a la realidad. La penumbra era intensa, hacía frío, estaba
cansado; pero el sueño brilló por su ausencia. La libertad que sentí fue
gigantesca, ya no había alusiones a canciones sobre desconfianza y recelos
patológicos, a la locura vulgar; Ozzy se fue, acabaron los latidos atronadores
de un corazón corrupto. Reinó el silencio en una morada donde el vicio fue
cortado de raíz.
Subía la escalera para irme a descansar,
cuando escuché el timbre. Bajé despacio, tranquilo. Obvio, me pareció raro que
alguien se atreviera a perturbar la tranquilidad de un “hogar” decente a esas
horas. Respiré profundo, descorrí el seguro y abrí la puerta fingiendo
somnolencia. Las miradas con las que me encontré no disimularon el fastidio que
les producía cumplir su deber en un turno nocturno demasiado largo.
Tres policías a punto de sucumbir a la
hipotermia, me comentaron que un vecino preocupado llamó a la estación
informando que escuchó unos lamentos que procedían de la casa. El comandante
del puesto, al recibir el reporte, los comisionó para cerciorarse de que nada
extraño sucediera.
Sin muecas delatoras o temblores
inapropiados, les conté que los alaridos lo proferí yo, gracias a una pesadilla,
que me encontraba solo y estaba alterado ya que el viejo con el que vivía estaba
visitando a sus hijos en otra ciudad. “Es la primera vez en varios años que nos
separamos,” les dije, haciendo cara de buen niño.
Pedí que revisaran cada rincón de la
casa, los cuartos, la buhardilla, el patio de ropas, el jardín, hasta el
depósito de los trastos inservibles. Comprobaron que las cosas del viejo
estaban en orden y completas, la cama organizada, las cortinas cerradas por
seguridad. “Puede haber un intruso y no queremos sorpresas desagradables,”
explicó uno de ellos. Eficientes, inspeccionaron cada espacio y me
tranquilizaron asegurándome de manera jocosa que no habían murciélagos escondidos esperando morderme los
pies.
Les caí en gracia, lo evidenciaron al
disculparse una docena de veces por la hora en que realizaron el operativo. “Es
mejor descartar situaciones anormales,” expresaron en coro. Se notó que era una
frase de uso común en su profesión. Como parte de mi estrategia para evitar
sospechas les ofrecí café; ellos aceptaron. Los conduje a la sala y les pedí
que tomaran asiento.
Eran jóvenes, recién salidos de la
escuela de cadetes, asumí. Uno de ellos, extrovertido, terminó confesándome que
aunque le gustaba Black Sabbath, sentía verdadera admiración por Sex Pistols.
“Su cuarto es un santuario del rock inglés… El afiche de Ozzy me pareció
genial… Una buena época del rock, ¿no le parece?” Contesté que sí, con alegría
sincera. No me culpen, lo único que de
verdad me apasiona es la música británica de los setentas. Se estarán
preguntando si me costó dejarlos entrar a mi cuarto para la inspección: sí,
mucho. Ese sacrificio lo impusieron las circunstancias. De eso dependía mi
libertad.
En un acto inconsciente generado por la
pasión que invadió mis instintos, ubiqué mi silla sobre las tablas del piso que
separaban el mundo de los vivos de los restos despedazados del viejo. La
placentera charla entre amantes del rock me hizo cometer tamaña imprudencia.
Alusiones a grupos y gustos musicales se multiplicaron, los cadetes se animaron
con el tema. Quise creer que en ese momento mi plan se completaba a la
perfección; para mi sorpresa algunas “puntillas” quedaron sueltas y las cosas
empezaron a complicarse.
La confianza que me acompañó desde que
cometí el asesinato se volvió malestar en un segundo. Náuseas, sudor frío,
cansancio extremo, dominaron mi cuerpo. Ellos no se percataron de mi
incomodidad, al contrario, siguieron enumerando el prontuario de sus bandas
favoritas y los excesos de sus integrantes. Un zumbido tomó las brumas de mi
cabeza, me empezó a azotar, primero con suavidad, luego con crueldad… De nuevo
el palpitar sin freno del corazón que
creí acabado, retumbó por la casa.
Los policías hablaban sin parar y mis
pensamientos se centraban en los latidos que reptaban por las paredes como si
fueran serpientes, se encaramaban en los techos, rascaban mis vísceras, me
abandonaban para colarse bajo las tablas que soportaban mi peso, el de la silla
y mi coartada. Paranoid resurgió con timidez de sus cenizas; el ritmo
estridente del corazón fue superior a la melodía feroz que seré para siempre.
Me ignoraban a propósito, cuchicheaban
entre ellos, bebían lo que les quedaba de café con sorbos cortos, fingieron no
oír lo que a mí me destrozaba los tímpanos porque su intención era hacerme
pasar por desquiciado, enviarme al manicomio en ambulancia para robar el dinero
del viejo y mi colección de discos. Sabían lo que hacían, lo que había hecho, y
me torturaban fingiendo lo contrario… ¡Ratas! Me arrastraron hasta el abismo y
caí en su trampa.
Todo lo que podía suceder ocurrió. Ozzy,
el gran Ozzy Osbourne, apareció en el pasillo y ellos no lo vieron. El
intérprete de Birmingham, recostado contra la puerta, abrigo de cuero color
índigo, cabello largo y desordenado, espejuelos violeta colocados casi en la
punta de la nariz, se burló de mi desgracia, me mostró agresivo su dedo corazón
y lo pasó por su cuello simulando que era un cuchillo… Asustado, cerré los ojos, cuando los volví a abrir, mi ídolo
ya no estaba… Hasta quienes consideré aliados ayudaron a pulverizarme.
Latidos… Más latidos… No los soporté. Mi
coherencia se hizo trizas y los ineptos a mi alrededor bromeaban como si nada
hubiese pasado. La vivienda se balanceó, iba a caerse… Me levanté de un salto,
halé mis cabellos… Me derrumbé… La desesperación me llevó a confesarles sin
asco mi secreto:
-
¡No finjan
ignorarlo, imbéciles! ¿Acaso no escuchan?-dije con todas las fuerzas que me
quedaban en el pecho-. ¡Confieso que lo maté…! ¡Maté al viejo sinvergüenza!
¡Sus pedazos están guardados bajo estas tablas! ¡Sáquenle el corazón, no
aguanto esos latidos que se meten en mi interior y lo derriten!
El policía seguidor de Sex Pistols me
miró asustado. Paranoid… Paranoid volvió a martillarme en la cabeza… Los
latidos se extinguieron…Ya no perdería la razón, hice algo contundente para
salvarla y no me arrepiento de nada.
¿Loco? ¿De verdad creen que estoy
loco? Tal vez el problema es de ustedes que juzgan sin conocer los
detalles.