VERDADES
A MEDIAS
POR:
JAVIER BARRERA LUGO.
El público maravillado, no
escatimó vítores ni manifestaciones de sincera admiración cuando el viejo,
explayado sobre un taburete de cuero ajado, expresó sin titubear que la rubia
con varios kilos de más, profuso brillo facial, mejillas casi moradas como ciruelas,
labios delgados y ojos ladinos de profundo azul, tenía atado el cabello con dos
cintas de terciopelo rojo y una hebilla forrada con diminutas cuentas
plateadas, “sin duda compradas en “El Colibrí”, uno de los ocho dispensarios
que evidenciaban el progreso económico del puerto.
El ciego, acostumbrado a las
expresiones delirantes de las gentes de aquellos pueblos repetidos como mantras
en la línea costera de un país incipiente, que atribuían a las artes ocultas y
poderes de adivinación, los resultados
de un truco que se ceñía simplemente a la conjunción de unos sentidos bien
utilizados con la simple lógica, dejó caer lo poco que le quedaba de energía
vital sobre el taburete, acercó la chaqueta que colgaba del brazo derecho de la
silla de Amancio y sacó del bolsillo una petaca con whisky. Bebió un trago
largo y posó, como acto final de la jornada, la mirada muerta sobre un grupo de
estrías que se comían la pared del salón comunal donde se presentaba desde las
doce del día como “El que todo lo ve sin
ver”.
-No creen que seas ciego,
brother-dijo Amancio.
- En estos cagaderos todo el
mundo dice lo mismo. Peor para ellos… ¡Pobres maricas que juran que además de
ciego soy pendejo!
Despachó otro trago con ansia.
Se movió con la agilidad de un viejo de veinte años mal llevados para tomar el
brazo de Amancio. Acercó los labios a la oreja de coliflor del anacrónico
boxeador que perdió treinta y dos combates y,
entre naturales y prótesis, un diente como mínimo en cada uno de ellos.
Un gigante con más vísceras que cerebro a quien convenció de ser su lazarillo
en el mundo de la adivinación una noche en que se le mezclaron en el olfato el
ímpetu de un Carlos Monzón, adolescente
y encabritado por los tragos y el miedo lácteo de un negro, que antes de los
combates engullía generosas cantidades de leche sin pasteurizar y bocadillos de
guayaba. Monzón, en el tercer asalto lo tenía como un nazareno. Cuatro
imperceptibles golpes sobre la lona le dijeron al ciego esa noche, que además
de las pocas piezas que le quedaban en la boca, a Amancio la intolerancia a la
lactosa y la brutalidad ebria de Monzón, le quitaron el valor. Desde esa noche
recorrían los pueblos desplumando crédulos con actos de percepción sensorial
parecidos a la magia.
-¿Trajiste lo que te
pedí?-preguntó el viejo a la mole.
-Llegó desde antes de acabar la
función… ¡Ya se la traigo, patrón…!- contestó Amancio corriendo hacia la
puerta.
Sus dedos, amorcillados
mientras realizaba las funciones, se fueron tensando hasta volverse garras. Los
nervios trasformaron su rostro como si una centella hubiese impactado contra
él: ceño adusto, mandíbula apretada, labios morados que se volvieron dos lajas
volcánicas, mejillas impregnadas de verdores cadavéricos, las cuencas vacías de
los ojos llenas de una luz mortecina que le daban un aspecto lúgubre.
Estaba horrorizado, pero en su
cabeza una voz, que era la de él mismo cuando tenía veinte años, repetía hasta
el cansancio un estribillo: “El olor de la hembra a los diecisiete años:
maracuyá, pimienta, fragancia de azahar… El olor de la hembra a los diecisiete
años, maracuyá, pimienta, fragan…”-interrumpió los pensamientos para decirse
sin pizca de compasión que ya no era joven, que era un hombre joven envejecido,
un patético viejo rejuvenecido y que así las cosas no tenían chiste…
La muchachita se quedó en
silencio ante su presencia. El ciego deslizó un billete por el éter y Amancio,
desapareció del salón una vez lo guardó en el bolsillo de la camisa.
-¡Desnúdese que quiero
verla!-ordenó el ciego.
La muchachita, asqueada por el
espectáculo de las cuencas huecas, se quitó el vestido de flores, la ropa
interior que parecía de cristal con encajes y hasta las sandalias verdes. El
viejo levantó la cabeza buscando el génesis de los olores de aquel cuerpo
joven.
-El malparido que le metió esa
puñalada la amaba mucho, niña…-respiró profundo y continuó-…Si la hubiese
querido joder no le mete el golpe en la ingle sino directo en el ombligo…Je,
je… ¡Bien celoso el cabrón enamorado…!-concluyó divertido.
Por instinto la mujer se cubrió
los senos con los antebrazos y dirigió su mirada incrédula hacia la cicatriz
cercana al pubis. No pudo aguantar las ganas de llorar. El viejo estiró las
manos, la llevó hasta su regazo y empezó a cantarle la
única canción que sabía: “El olor de la hembra a los diecisiete años: maracuyá,
pimienta, fragancia de azahar… El olor de la hembra a los diecisiete años:
maracuyá, pimienta, fragancia de azahar…”
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