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domingo, 8 de febrero de 2015

ALICIA Y LAS MARAVILLAS

CONSUELO POSADA.

Antioqueña de nacimiento, vivió desde muy niña en Barranquilla. Cursó un posgrado de humanidades en Italia, y fue durante muchos años profesora de Teoría Literaria en la Universidad de Antioquia. Después de su jubilación regresó a Barranquilla, donde, retirada de las aulas, se dedica “a la escritura de los relatos literarios que siempre estuvieron presentes, pero que apenas ahora logro tener como un objetivo primordial”.

ALICIA Y LAS MARAVILLAS

También me acuerdo hoy de la Alicia adorada de Alejandro Durán y de Alicia la flaca de Aníbal Velásquez.


Por Consuelo Posada

Aquella mujer me hizo amar lo prohibido desde siempre y era ya mayor cuando yo apenas me asomaba al territorio de los hombres. La envidiaba cuando empecé a conocer el mundo por dentro y la seguí envidiando en ese largo camino hacia la vida adulta cuando, para parecer mayores, decíamos 17 sabiendo que aún faltaban meses para llegar a los 16. Después, cuando los años pasaron y nos llegaron las arrugas, ella se quedó como “Alicia sin tiempo”, en una cara sin edad, como la de las monjas. Alicia encarnaba lo no permitido, en un barrio demasiado quieto, donde los sueños de cambio eran una infracción y la libertad una palabra reservada a los hombres. Pero ella manejaba sus propias reglas: escogió y tuvo los mejores muchachos, jóvenes y mayores; fue la dueña de todos los bailes y gozó los parejos más apetecibles, arrinconándolos hasta el final de las fiestas. Las malas lenguas decían que ofrecía y daba y éste era, tal vez, su secreto, en ese pequeño mundo donde todas las jóvenes guardaban celosamente su verdad obligada de vírgenes. Así que Alicia dañó los noviazgos que quiso, pues cambiaba caprichosamente los acompañantes mientras las lánguidas novias se quedaban tragando sus lágrimas. Se casó muy pronto con aquel Félix que había sido su novio casi oficial, con él siguió, sin crisis conocidas, caminando con garbo después de cada parto, con un meneo de caderas que no pararon los cinco hijos biológicos, ni la crianza de los sobrinos y niños de parientes, que ella cuidó como suyos. Ahora, de abuela gozona, mantiene la risa de adolescente y sigue dando tema para habladurías. Los hombres del barrio han respetado en silencio su amor de turno pero no esconden los halagos y siguen ofreciéndole un piropo entusiasmado. También en mi familia, donde no se podía siquiera insinuar antipatías por ella, cuando éramos jóvenes y ella empezaba sus andanzas públicas, he visto picardía en las sonrisas masculinas a su paso, aunque mis hermanos y tíos aparentan despreciarla. Nadie se ha empeñado en probarle nada, aunque las señoras dolidas del vecindario siguen inventando historias, sobre todo después del hermoso muchacho, ayudante de la tienda, que llegó al barrio el último año. Todos sabían a donde iba y de dónde venía cada tarde, pero ella mantuvo sus gestos y aunque pasaba sin saludar, su caminado lento y su cara sin culpa, parecían un desafío a las miradas de curiosidad o de censura. A pesar de los comentarios, su marido se ha quedado en el barrio y en la casa, dispuesto para los hijos y atento con los vecinos, pero desentendido de los chismes domésticos. Tampoco ella se ha alejado, más allá de las horas necesarias para sus romances temporales y aunque ha buscado amor en muchos hombres sus pasos han estado cerca de sus hijos. Pero esta vez, cuando vino a saludarme en los días siguientes a mi llegada, pidió que me la llevara a Bogotá, y habló de querer vivir lejos una nueva vida. Yo miraba con encantamiento su figura, sus movimientos desenvueltos cuando hablaba y su seguridad para defender las cosas que la hacían feliz. ¿Por qué Bogotá? Le pregunté. ¿Qué pasaría sin el barrio y qué haría con los hijos? Aunque no tenía respuestas precisas, su carcajada no parecía una evasión y se concentraba en el tema de la que podría ser su vida en la capital. No encontré cómo decirle que yo también quería que ella me llevara un día a su mundo y que cada vez que volvía, con mi marido y mis hijos, me daba envidia su vida. Ella ha sido capaz de vivir lo que yo apenas puedo admirar de lejos: la cumbiamba, el parrandón y las verbenas y ha sabido continuar los días de fiesta de la adolescencia. Su disfrute de hoy parece igual al de los domingos en el Jardín Águila, cuando después de misa, a escondidas y con el uniforme del Colegio, iba con algunas amigas a mirar el baile que se hacía en una pista abierta y allí la encontraba radiante, sudorosa y concentrada en sus mejores pases. Cuando en los momentos serios se hablaba de sueños de grandeza, de estudios, carreras y viajes, ella no se mostró jamás interesada y parecía contenta con su suerte y convencida de estar hecha para quedarse. Han pasado tantos años y todo sigue casi igual. Yo me casé con ese hombre reglado y quieto y vivo un mundo de prohibiciones y decencias. Soy una de las pocas que pudo irse, conocer el mundo y estar lejos; pero ahora, los deseos de volar se volvieron ganas de regresar. Tantas cosas que soñamos un día, hoy se desmoronaron. Sé que no existen las opciones completas. Mis amigas dicen que si te casas con un hombre perfecto, pronto estarás aburrida y desearás secretamente encontrar el amor desaforado. Creo que en mi caso hubo razones más allá de su aparente perfección para llegar a sentir este hastío que me llena el alma. No estoy segura si Alicia sabe pesar el valor de su goce, si sabrá que las que fuimos tras sueños difíciles ahora daríamos todo por poder olvidarnos del mundo trascendente en una noche de baile callejero. Ella no tiene que hacer esfuerzo y puede vivir así cada momento. La noche del viernes, víspera del carnaval se hace en el barrio la gran verbena con una pista de baile en plena calle. “Ni se te ocurra” contestó mi marido cuando insinué la posibilidad de que fuéramos un rato. Así que estoy entre los espectadores y aunque estaré afuera me siento complacida. Cuando revienta la música del pickup, Alicia está allí, en primer plano. ¿Y tú por qué no bailas? me pregunta, con el mismo movimiento en sus hombros y una risa de cascabel, que parece retarnos a todos. Esta mañana vino a buscar hilos y cintas para retocar sus atuendos de fiesta. Me ofrecí a ayudarle, más por la tentación de tenerla cerca y oírle sus cuentos sobre lo que sería el recorrido de las carrozas en este sábado de carnaval. Contó, emocionada, los detalles de la comparsa y me mostró algunos de los pasos de la danza que habían ensayado durante varios meses. Ahora acaba de pasar, vestida de cumbiambera. Desfilará bailando, en una de las comparsas de “La batalla de flores” mientras yo, de señora decente, estaré en un palco mirando pasar el carnaval desde afuera, como he visto pasar la vida. Estoy esperando que en un momento mi marido aparezca con su gesto serio y la orden de irnos. En silencio, cerrará la puerta del carro, encenderá el aire acondicionado y no se hablará hasta la llegada.


De “Ellas escriben en Medellín”. Varias autoras. Hombre Nuevo Editores. Medellín, 2007.

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