A Don Guille
Arboleda
Por: Javier Barrera Lugo
Hace un año no aparecieron las agallas o las fuerzas necesarias ante el dolor de su partida repentina, para decirle, para escribirle a Don Guillermo Arboleda Otálora, “Don Guille,” lo mucho que lo aprecié, lo mucho que me enseñó; pese a que nos conocimos por poco tiempo.
No alcanzaron las intenciones para
expresarle lo mucho que valoré que él, en un acto de gallardía propio de los hidalgos
de otros tiempos, me dijera al calor de varios brandis, él, algunas cervezas
yo, (y como fondo triunfal la gritería majadera de mi pequeña Mili) que no sólo
me consideraba el marido sinvergüenza de una de sus hermosas sobrinas, sino su
amigo. Fue un honor, un gozo profundo que hoy valoro más, ya que provino del
sentir de un Caballero, de un Señor a carta cabal.
No hay espacio para la tristeza este
viernes. Obvio, hay ausencia, duele; pero esta no puede ser la excusa para
recordar de manera lastimera a un hombre que intentó la felicidad cada día de
su existencia. Siempre me habló en positivo sobre la gente que amó, de sus
mujeres amadas amantes sin más títulos, acerca de las locuras de amor que
cometió, reconoció y atesoró; de todas sus hijas e hijos, de sus sobrinos,
nietos y sobrinos nietos a quienes veneró y apoyo en lo que pudo y más.
No hay espacio para la lágrima taciturna.
¡No! A don Guille, lo sitúo recordando sus correrías por el campo colombiano, compartiendo
las noches con labriegos como él, hombres honestos, duros, que les sacaban versos
a sus faenas agotadoras armados de una guitarra, tragos de aguardiente en cantidades
industriales y la penumbra cómplice amacizada por los destellos de las brasas latiendo
en el fogón de leña. Rugían bambucos y guabinas, guaneñas, milongas, tangos asesinos
de furtivas pasiones, ritmos cargados de romanticismo, nostalgia, de
sentimiento puro con el que les agradecían a los dioses muertos el don de
caminar por el mundo verde, de vivir y perderse en él, en sus placeres sin
pedir permiso.
Estoy seguro que cuando nos volvamos a
encontrar, en algún espacio colorido del sueño, me recibirá con unas cuantas
“águilas” frías puestas sobre la mesa, y mientras bebo como ternero huérfano y
cierro el hocico, porque cuando la experiencia habla los niños callamos, Don
Guille narrará tramas de películas de su idolatrado “Tarzán, el hombre mono,”
héroe de su infancia que peleaba contra cocodrilos a mano limpia en algún
estanque africano recreado con maestría por la producción de los filmes en piscinas
abandonadas de California; sacará tiempo para contarme el paso a paso, los
ingredientes con los que cocinó una hogaza de pan cuyo sabor y consistencia de la
miga rebasaron en calidad a las hechas por los legos de convento por allá en
los albores de la alta edad media.
Habrá tiempo para perder, impunemente
sonrientes, en un lugar donde esta medida que involucra manecillas, silencios,
insomnios, olvidos, omisiones, la angustia de una niña que busca una voz que se
pierde para siempre jamás en los confines de la necesidad, la necedad y la
orfandad que segrega a los iguales, no es una variable que se tenga en buena
estima.
La vida siembra, da, siega. La
ausencia de los amigos es una dura lección acerca de las lealtades. Ya se me habían
adelantado Matallana, mi viejo, Cata, Tis y Olga, las tías adoradas; personas
invaluables que me vieron con el lente de sus almas cristalinas, con sus
defectos, sus virtudes inagotables, su comprensión, su apoyo, con la integridad
de los seres que son capaces de acallar sus egos y sus ansias estériles con tal
de apoyar al amigo en la consecución y las consecuencias de sus sueños.
Un saludo desde la distancia Don
Guille. Se le quiere y se le querrá mientras existan memoria y alma. Espero
esté bien, que haya juntado ya una patota de amigos allá en ese espacio del
universo donde, estoy seguro, junto a sus padres, amigos, José A. Morales,
Pedro Infante y hasta Johnny Weissmüller, estará entonando canciones y
esperando nuestra -espero lejana- llegada a la eternidad.
28/05/2021
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