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martes, 24 de junio de 2025

LA CABEZA HUECA DE ROBESPIERRE

 

La cabeza hueca de Robespierre

Por: Javier Barrera Lugo


Imagen de Maximilien Robespierre en 1785. Óleo de Pierre Roch Vigneron.Tomada de Wikipedia


Dentro del plan inicial no se contempló que la táctica de “seducir” a la bestia recién parida y sus instintos cargados de desquite a través del miedo, se privilegiaría sobre la necesaria consolidación de los valores del movimiento: libertad, igualdad, fraternidad, la basura retórica que rápidamente se tornó utópica, para mantener el orden y atajar las ambiciones de la militancia, sus figuras emergentes, liderazgos incipientes, a los “mesías” de tres centavos tanto o más dictatoriales que los monarcas asesinados o exiliados en su esplendor.

       Los dueños de la manida “verdad”, “probos” guardianes de la reforma, impusieron a la asamblea nacional, sin mayores reticencias, aquel artefacto construido en el infierno por seres humanos y por lo tanto sádicos, que unieron la eficiencia mecánica con el terror, el hedor de la sangre y las heces para crear los elementos de la coreografía sacrílega que necesitaban los “reformadores”.  

     Una laja de metal afilado, marco de madera, batiente cordel de cáñamo separando el infierno en las estrellas del infierno en la corteza terrestre; espanto inserto en cada estría de los materiales… Un prodigio de la ingeniería dispuesto para imponer disciplina y fidelidad como hitos de militancia ciega dentro de cerebros llenos de espuma. La guillotina se volvió la novia fea de la naciente burguesía, del lumpen nunca bien ponderado y prolífico.

       El asunto lo manejaron los inquisidores autoproclamados “defensores de la revolución”, con la máscara de la implementación de un elemento material para salvaguardar del enemigo interno el alma de la naciente república, aquel proyecto que crecía como  “la primera república guiada por ángeles incorruptibles”, aunque construida, seamos sinceros, sobre la pusilanimidad de las teorías que germinaba entre el excremento de la venganza, las cabezas separadas de los cuerpos, ilustrados ejecutores y calanchines brutos ávidos de poder.

     Ese conciliábulo de resentidos e idólatras de las “ideas”; vibrantes y arrodillados frente al poder de la materia y el miedo que impusieron los insurrectos amparados por la estupidez, decidió que la guillotina sería la institución ideal para cimentar el “orden”, asegurar los valores de la causa, acabar con protestas, con disidentes, que, según “los líderes,” hicieron metástasis desde el instante en que la base argumentativa de la revolución, se hizo un amasijo de palabritas huecas aplicadas en la cara de una “virgen muerta” que se maquilló las marcas dejadas en la jeta por la venganza social espuria, cruel, redundante en un país destrozado por sus prejuicios, la tradición absurda de la servidumbre, ese vómito purulento que carcomía a la sociedad desde que la sumisión se hizo destino para una mayoría castrada.

     Robespierre, “el erudito” del movimiento revolucionario, el “santo varón” que juró, en medio de delirios místicos propios de la naturaleza vil,  defender la causa y sus métodos, a la gente -la miseria de los menesterosos y artesanos eran los átomos esenciales para hacer lentos los cambios y perpetuar la influencia de los líderes-, decidió que el sacrificio (no propio), los litros de sangre, el pánico que atravesaría como rayo helado las gargantas, serían las líneas que harían institucional lo que desde el principio fue orgánica putrefacción usada para enterrar la banalidad carroñera de las casas reales de aquella Europa, desde siempre encarceladas entre la decadencia de una  belleza fútil e incestuosa y la hipocresía de quienes derrumbaron un poder para imponer con violencia el raquítico fulgor moral del suyo.    

     El período del terror le brindó una posibilidad de oro a Robespierre para deshacerse de secuaces, copartidarios y enemigos, de la incomodidad del disenso, ese veneno irrigado en los recientemente creados vasos comunicantes entre ideólogos y la base que esperaba como paliativo a su orfandad histórica, la imposición de la ley del talión. El dictador asigna el odio como elemento de cambio.

     La “revolución”, esa institución sin rostro; pero llena de hígados que usurparon el lugar de los cerebros, asumió el perfil del asesino descarnado, la esencia del déspota ávido de cariño falaz, fornicario, caudillista; el fétido aroma que dejaban en el ambiente los calzones que el miedo era capaz de hacer bajar en masa sin mayores problemas.

     El poeta Florentino Borrás, crédito de Charalá, comunista sin jefes, lo ha dicho un sinnúmero de veces en los cursos de poesía comunal (institución de agitadores sin dientes, le digo) para quienes quieran oírlo: “Revolución: la oportunidad que tiene el pueblo bruto para cambiarle el rostro a los amos… Esas matanzas no sirven pa’ más.” ¡Qué grande es el viejo charaleño!

     Durante las purgas revolucionarias cayeron ejecutados 17.000 culpables e inocentes, y se sumó a esa lista de la infamia el cuerpo del mismísimo Maximilien Robespierre, tras el juicio sumario del comité de seguridad pública, su base operativa y tentáculo afilado contra la oposición durante años. Fue acusado de sanguinario, traidor de las causas justas del levantamiento y por intento de creación de una dictadura.

       El inquisidor popular, el purgante, terminó gestándose en inconsciencia una suerte de suicidio justiciero, un ajusticiamiento primitivo bajo la pesada hoja metálica manchada con varios tendones de cuellos fantasmas el 28 de julio 1794.

       Tanto sacrificio para que un proyecto utópico de justicia popular terminara convertido en la plataforma que lanzaría al estrellato de la infamia a uno de los monstruos más grandes de la historia: Bonaparte, el primer anticristo.

     En los recovecos de la  Place de la Révolution, hoy conocida como Plaza de la Concordia, los chivos expiatorios de la falacia democrático – revolucionaria, las víctimas de la masacre de la Vendée, los miles de inocentes, María Antonieta, pueril, bruja hermosa, banal, Luis XVI y su fimosis heredada, entre los principales; culpables y castos que soportaron la crueldad de la cuchilla, hoy son mudos fantasmas que de madrugada juegan fútbol con la cabeza hueca de Robespierre, el psicópata insaciable, burgués taimado, exponente que hizo patente que los guerreros de la Bastilla, sus pensamientos y consignas, lo único que garantizaron a la humanidad fue la romantización de una élite de carniceros.

     Como vigorosos Zidanes, Mbappés de hombros límpidos y sin sesos, Platinis sin gota de sangre en sus cuerpos de humo, los fantasmas terminan por ser una bola de contradicciones, de elementos cuya disposición no altera el producto final. Parafraseando al poeta argentino de marras: si existe, que Dios salve a los oprimidos, -a los “nadies” y las “nadias”, dijo una genio- de sus salvadores.

 

Bogotá, 29 de mayo 2025.