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lunes, 16 de diciembre de 2013

LO MEJOR DEL 2013

LO MEJOR DEL 2013.

IDIOTA INUTIL DESEA A TODOS SUS LECTORES Y SEGUIDORES UNA FELIZ NAVIDAD Y UN PROSPERO 2014.

LOS ADIOSES
POR JAVIER BARRERA LUGO



Los adioses son la medida injusta con la que castigamos nuestra mediocridad. Son esas balas que encajamos en la mitad del corazón porque es más fácil perpetuar una agonía que declararnos muertos sin mayores dilaciones.

Los adioses son el fracaso de la fe, la que tuvimos, la que nos llegaron a tener quienes ciegos, apostaron lo que les quedaba a la fortaleza de un alma cansada de remendarse.

Los adioses son la voz de satán recordándonos desde las tinieblas de su reino, que brotamos de las nubes para imponernos la maldición de la soledad. Sí, esa sensación que punza los huesos y es la medida precisa para averiguar qué tan narcotizados están los instintos de supervivencia.

Alguna vez nos dedicamos a renegar más que a hacer. Los brazos se estiraron buscando tocarle las barbas a Dios y lo único que encontraron fue vacío que les achicharró las caricias que se permitieron ofrendar.

El cuerpo de ella se deslizó entre las dilataciones formadas por los dedos al separarse, y sólo quedó, para el deleite de la carne ansiosa, un complejo entramado de recuerdos que el tiempo volvió sal con una velocidad experimentada alguna vez por la rebelde esposa de Lot, la desgraciada Edith.

Fueron sus lágrimas el anuncio de esta sorda vibración que carcome el vientre. Pese a estar lejos, su risa me daba valor mientras me interesaba pertenecer al mundo, me hacía hombre en medio de una selva de amigos cansados de imaginarme haciendo la guerra.

Ella, la niña amarilla cuya constelación se perdió del cielo nocturno al otro lado del mar, comenzó a quedarse callada y aquí las sombras fagocitaron los colores que empezaban a construir formas nuevas para las palabras. El silencio, el puto silencio que devora la belleza escasa.

De ahora en adelante son las imposiciones quienes interpretan mi melodía, no los deseos que esperaban  edificar infinitos optimistas. Eficacia que tritura huesos y hace maravillosos los rincones del Olimpo, una voz, un título, que le cambiará el nombre a la tristeza, pero no su vocación.

Yo, majadero acostumbrado a perder como si esa actitud fuese un mantra, abriré el pecho para que sea el sol el que se encargue de sacarme el agua de las entrañas, para que sean esos rayos que pican y destruyen con celeridad los que tatúen el nuevo espacio en el que seré una ráfaga de viento que no encuentra la salida y se contenta con retumbar los ajados resquicios del ansia.

Los adioses, palabras cargadas de simbolismo y policromía, el cuarto de hora del horror, los deseos que se cuentan y se cumplen, el amor que se materializa solo a través de una conexión telefónica, las caricias que otros dan por ti, los gemidos que se pegan a los agujeros del auricular porque no hay nada tan cómodo como la renuncia que se afirma sin ver a los ojos.

Los adioses como perros que se comen a sus hijos; ella, triste, se encierra en su habitación para poder remover tus gritos de espanto de la cama. Los adioses, esas partículas de dolor que bajan por las paredes como la lluvia en la que te refugias cuando quieres nacer y hacer la tarea de nuevo.



ALAS DE COLIBRÍ
Por: Javier Barrera Lugo

SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.

Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de volver al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después de conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena alucinada con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula, el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña intromisión.
Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus pasos, muchachita.
La niña parece estar en trance. Le dices al oído, como si recitaras un estribillo, que esta noche  le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a través de los soles propicios de Yacó hasta la zona donde el río grande resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad, lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores de la semana que con Marysol, la “monita”,  tu mejor amiga, escalaste montañas de sal pegadas al mar cuando estaban en la “universidad pública” y se soñaban casadas con algún comunista estudiante de física cuántica.
Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se irán  lejos y cada mañana después de ese día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero, describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el rostro a Isabel  cuando hace la siesta y por fin estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye a la perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de mi caverna.
Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de café  que no me gusta con tu tía Anita. Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas, prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte ganar la tibieza de la sangre.
La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su acostumbrado rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa aquella casa acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las encuentro bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los cocuyos las hacen levitar.  Isabel finge un berrinche y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su nieta, esa fuerza de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para confortarme. Descubres los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los delirios y veo que dos pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los tirantes del vestido el aire que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija también es un ángel. Entras a dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo que pasará.
Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia. Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré tocarte, que todo para nosotros está decidido.
Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte. Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo, mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música.
Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte bonita de la quimera. Besas a Isabel,  ella despierta y se abraza a lo poco que soy en este momento. Un viento tibio, contundente, se mete en la habitación y manda por los aires toda la materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio, suben las escaleras, esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las veo desplegar unas alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan hermosas que con frases es imposible describirlas.  Me lleno de angustia y de alegría al mismo tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios enuncian y no puedo ubicar. Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve entregarse a una corriente de vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me dices que te hice feliz desde que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el beso que recordaré por eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios serán las seis de la mañana de un sábado injusto que no se agotará.
Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma, por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi mejor amiga, me dice resignada: “Hay que dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe. Si algo me han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”. La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella mujer.
No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó  lo peor.


LAS NIÑAS BONITAS SIEMPRE ESTÁN DESCALZAS


SEMPER  SIMUL  SEMPER CARMINA, CATA
Por: Javier Barrera
A: Patricia Sáenz, quien brindo ideas puntuales para este escrito.



(En tono de borrachera)


Camilo Etna, mi  amigo, siempre será una caja de raras sorpresas. Hace dos semanas lo encontré en la cantina del “viejo Santafé”, allá en el city garden, el barrio donde nos criamos o malcriamos, desocupando un par de botellas de whisky con una sonrisa gigante como su ego enmarcando la escena.  Aullando su acostumbrado “¡Quiuuubooo, Barrera!”, y los brazos abiertos, me invitó a compartir el néctar que los dioses escoceses brindan a la humanidad desde hace siglos. Lo servimos en copas de aguardiente, el glamur no es una de las exigencias del servicio en aquel estanco mítico frecuentado por mecánicos, vendedores de chance, pelafustanes de estirpe, obreros y hasta poetas varados como Etna y yo.
Eran las cuatro y veinte de la tarde cuando me empaqué la primera “bala sepia” entre pecho y espalda. Camilo, experto en crear atmósferas de curiosidad, me indicó que con mi siguiente trago vendría su explicación a esa alegría que le apretaba los huesos. Primero hablamos de fútbol, de razas de caballos y hasta de Petro y su revolución social incompetente. Así es el buen poeta, un excéntrico bendecido por las musas del lenguaje encabezadas por Polimnia, un tipo para el que cada tema termina convertido en lo más importante de la vida. El segundo whisky lo ingerí de un empujón; la expectativa me estaba rompiendo los testículos.
-Bueno, hermano. Me va a contar o comienzo a hablarle de literatura japonesa y lo dejo borracho de conocimiento-dije con ansiedad. Una mueca de satisfacción fue el preámbulo al cuento que salvó un sábado demasiado aburrido.
-No se preocupe, ya desembucho. Lo que voy a narrar cambió el curso de mi vida. El bardo afiebrado con las ideas de Marx, Engels, Lenin y hasta del cobarde de Stalin, el tipo apasionado por las damas maniáticas, dio paso al hombre que se enamora por primera vez de la misma mujer que no lo amó.  Pero cuidado, lo vago no me lo quitan ni el estrellato ni la corrección de los sentidos. Quedemos claros en eso.
-Vago siempre será, eso no lo dudo-manifesté. Y continué-: lo conozco desde los nueve años y sé que la autodisciplina es una virtud que no abrazará jamás. ¡Cuente hombre! Ya me está desesperando, no joda, la paciencia tampoco es una de mis fortalezas.
Sonrió como los niños que no miden consecuencias cuando se salen con la suya. Sirvió el tercero de la cuenta, planchó las arrugas de su chaqueta y comenzó su retahíla llena de verdades y fantasías verdaderas, “las que le dan color a la historia”, dice siempre que descubro sus exageraciones cromáticas. El meollo del asunto no tenía las dimensiones de evento triunfal, fueron los alcances imaginativos de Camilo los que elevaron la temperatura de la historia. Se encontró días antes con Maribel C, a quien no veía hacía lustros, en un centro comercial cercano al City. Sus memorias se removieron y hasta la olfativa, la menos desarrollada de sus latencias, le trajo de nuevo el olor del vinilo con el que Maribel C, pintó los girasoles naranja que decoraron su casa los tres años que de mala manera pudo soportar estar al lado de un fauno obsesionado con la escritura de sueños.

-Estaba tal cual la dejé ese noviembre, Barrera. Profunda placidez, sonrisa apenas perceptible, el pelo negro recogido con una hebilla roja, los mismos pies pequeñitos que mordí obsesivo cuando viví con ella… Las niñas bonitas siempre deben andar descalzas por la casa, ese es mi único mandamiento. Ella me confesó que ahora no deja sus pantuflas por nada del mundo… Buen tema para un poema, ¿no le parece?
-¿Está seguro? Hace tantos años que no la ve, Etna. Tal vez está confundido, siempre he pensado que usted jamás la va a poder sacar de su sistema, hermano. Además lo veo feliz en medio de una  tristeza atroz que su mirada no disimula… Bueno, no tanto tristeza como decepción, no sé si me equivoco.
-Obvio, estoy feliz, triste, como dice usted, también confundido, decepcionado, narcotizado, horrorizado. Están los recuerdos con ella, lo hecho y no hecho cuando estuvimos juntos, viejo, pero hay cosas que se notan, los hijos le han marcado el cuerpo y el rostro. Son dos, me comentó, niños igualitos a ella, tiernos, igualiticos a al papá también, según Maribel C. No creo que sea posible, los “chinos” no son calvos y feos, ni están trastornados, no tienen cara de mala gente. Me mostró una foto y son los clones de ella, gracias a los ángeles de la maternidad. Todos estos actores, su presencia, influyen en lo que es ahora. Las líneas en la frente y las incipientes bolsitas bajo los párpados delatan que ha crecido, ya no es la misma, me miró diferente y eso no deja de escandalizarme-una mueca de resignación humanizó su rostro.
-Pensé que me iba a decir que lo había dejado impactado, enamorado nuevamente.
-La vi con gratitud, eso es jodido para un tipo como yo, una falta de respeto con ella. Siempre estuve seguro de desearla hasta que fuéramos ancianos, me traicionó el cálculo optimista. Maribel C ya tiene una vida con tareas específicas, yo no tengo con qué pagar el arriendo de este mes. Creo que mi sentido de construcción de futuros se quedó sin musa, mi querido Javi.
-(Silencio).
-Me volví a quedar sin ella, esta vez porque la vida lo quiso así, ninguno de los dos tuvo nada que ver… Y le voy a hacer caso al destino por primera vez. Me liberé, por eso estoy feliz.  ¿Otro “whiscacho”?
A las once pasadas el “viejo Santafé” cobró la cuenta y nos sacó a empellones del local. Caminamos hasta el Bulevar y encontramos abierto Canterbury, “desparchadero” de bohemios y oficinistas con algo de espíritu. Pedimos más whisky y dispuse mi cabeza para analizar los poemas que a Camilo se le empezarían a ocurrir. La suerte estaba echada, me iba a aburrir como una ostra. Me sorprendió. Sacó una libreta de su morral y escribió con tinta azul un verso. Me pasó un esfero de tinta negra y me dijo que escribiera la siguiente línea. Aquel juego de adolescentes ebrios, hacer un poema a cuatro manos y regalárselo a la bonita de la noche, resucitó en ese bar lleno de gente demasiado joven para estar tan aburrida. Las letras y los tragos, combinación perfecta y perversa, empezaron a hacernos mella. Etna se descompuso, miró por los cristales y desató la cascada de frustración que le comía el espíritu.
-Soy un mal elemento… Girasoles naranja en una casa que no tenía muebles. Girasoles naranja en una casa vacía. Girasoles naranja en una casa que se quiere llenar. Eso era todo, dolor, echada de culpas, el amor vivo. Inspiración en un fracaso, en la médula del imposible final feliz. ¿Dónde encuentra más elementos melodramáticos? Lo que me dolió al ver a Maribel C fue que todo eso lo evaporó el tiempo que pasó, Barrera. Uno no extraña lo que le sobra, lo que tiene a la mano. Ese material que nos da bríos para escribir son los recuerdos cuando están patentes y asumimos que todo ocurrió hace horas. La vi y de inmediato sentí su progreso. De aquella niña con la que enloquecí sólo quedan melancolías que se agotaron, un número determinado de fábulas que se desgastan cada vez que las traigo a colación. Ahora, Maribel C es una señora atractiva y madura, una vida de proyecciones, dos hijos sangrones y bellos que piden de todo a todas horas, un esposo insufrible. Me vi en un espejo mentiroso, juré que estoy igual, que veinte años no me pasaron por encima. Un error imperdonable. Me acabo con rapidez y mi único acerbo son los remembranzas. Vaya si es fregado comprobar cómo pasa de rápido este cuento que llamamos crecer-se limpió la boca y siguió escribiendo su parte del verso.
El hombre me dejó frío. Un mago de la palabra, un manipulador con muchos escrúpulos, me hizo ver lo que no quise hasta esa noche: aparecieron en mis espacios mentales Ceci, la amiga de Vanegas, Carolina, Adriana viviendo en Miami,  Claudia A, Sandrita P, Aura, Marcela, Sulma, Lili, Diana, Gloria, Nidia, Lucía, las nenas del Instituto, todas las niñas bonitas que ya no andan descalzas porque son más cómodas las pantuflas. Ya ellas no pintan girasoles naranja en su primer apartamento de solteras y con novio, quienes utilizan ahora los pinceles son sus hijos, adolescentes como alguna vez lo fuimos Camilo Etna, Fercho, Mico, Carlos Eduardo, Los Barrera, José, Lucho, Giovanni, los manes del Seminario Espíritu Santo. Dolido, me lancé al vacío defendiendo a toda una generación:
-Claro que no las queremos igual, Etna. Ellas ya tienen quien las quiera y quieren a quien las quiere o no las quiere tanto. Nosotros somos niebla, añoranza, un espacio pulcro en medio de una cotidianidad que golpea cruel. Lo entiendo hermano. Al igual que la democracia, el amor es un concepto ideal que no aplica en la vida moderna. Es duro asumir certezas, los escritores combatimos esa enfermedad llamada verdad sin mucho éxito, lo real evidencia su poder llenándonos de grietas la piel de la cara, loco. Aceptar nos libera, ser libre es jodido, lo bueno es que uno se acostumbra.
-Igual uno siempre encontrará niñas que se quiten las pantuflas y llenen los muros de la casa con florecitas de colores. Por eso estoy feliz, Barrera.
-Esas niñas descalzas siempre están buscándonos y las encontramos así no conozcamos sus caras. Andan por ahí con pendejos que las entretienen traicionándolas mientras llegamos, hermano. Un último trago. Brindemos por las inmortales jovencitas lindas de nuestra historia, ¿o de nuestra histeria?
-Radical lo que dice, cierto hasta el tuétano. Se lo acepto por borracho y honesto. El trago es el suero de la sinceridad  ¿Acabó el poema a cuatro manos? No he visto a cuál muchachita se lo vamos a entregar.
-Quememos esta vaina en el cenicero, no tentemos a la suerte-ordené. Y añadí-: La inocencia nunca muere y estas mujeres de las que hemos hablado desde las cuatro la tienen toda, hoy se merecen la fosforescencia exclusiva de nuestras palabras. Buen título para un aborto poético-etílico.
-Bueno. Estoy feliz y triste y confundido y la amo y la detesto por envejecer y la vuelvo a amar y me quedo sin frases. Me volvió a joder de felicidad Maribel C. Lo sucedido debe contarlo en un cuento, Javi. Va a ser bien cursi y bien del alma.
-Del alma sale todo lo que hacemos ciertos fantasmas cuando nos da por salvar el mundo y sus princesas vampiras, como dice Calamaro.
-Por cursis no nos ganaremos el Nobel. Lo profetizo en este bar.
-Por cursis nuestra gente, los amigos, las niñas de las pantuflas, las niñas descalzas y hasta el “viejito Santafé”, van a sonreír un ratico y agradecidos se sentirán, así no nos vuelvan a hablar. Ante eso el Nobel es una huevonada.
-¡Salud por eso, hermano!
-¡Saludcita, poeta!



ROSA Y LEÓN DESPERTARES
Jorge Alfonso Manrique Varela, Bogotá, Colombia

Me estoy volviendo loco. Resulta que estoy en la biblioteca de una casa muy antigua de mi ciudad, donde vivieron una pareja de ancianos que se encargaban de limpiar todos los días, una esculturilla de un caballo que se encuentra en un parque muy cerca de la casa. Al decir que se encargaban me quedo corto, porque esto no era un trabajo ni mucho menos para ellos. Inexplicablemente para mi entender, esto se trataba de una misión sublime y trascendente sin comparación alguna que justificaba la vida misma para estos dos personajes: Rosa y León Despertares.
Suelo ir a ese parque frecuentemente. Una noche en las que estaba ahí, me llamó la atención la pareja de ancianos que estaban limpiando la estatua; las veces que los había visto también era haciendo lo que hacían en ese momento. Lo extraño y fascinante es que no recuerdo haber estado en ese parque sin verlos cerca del caballo; ellos ya eran parte y fundamento esencial de ese lugar. La luna resplandecía en el cielo, me acerqué a la pareja; sin mirarlos a los ojos esto es lo primero que les dije.
- Felicitaciones, el caballo se ve bien-: Nunca había visto algo comparado a la reacción que tuvieron aquéllos personajes, la señora Rosa
Abrió esos ojos miel, tan mieles que yo digo: esto es tan miel como los ojos de la señora Rosa. Después de mirarme con una expresión descomunal de sorpresa, miró a su amado señor diciéndole.
- ¡Escuchó papito!-. -¡Sí mamita!-: Le respondió don León con una voz gruesa y ronca; se dieron un abraso tremendo, tan sentido que yo me estremecí profundamente, estaban tan alegres que no había necesidad de hablar o preguntar para darse cuenta. Inmediatamente pensé. ¿Pero qué les dije? Sin darme cuenta, los dos viejitos estaban cerca de mí, ofreciéndome una sonrisa. El resto de la noche la pasamos en la casa de Rosa y León Despertares: hablando sobre el pasado, el amor y la vida. No hablamos nada sobre el tema del caballo.
Después de esa noche, ésta es la segunda vez que vengo a la casa de los Despertares; ayer pasé por el parque como solía hacerlo frecuentemente, -ya no como antes-, por pasar y nada más, ahora era por saludar a la pareja. No se encontraban allí esos dos viejitos, que con esmero cuidaban de ese caballo de piedra oscura, de mirada triste y presencia melancólica. Me sorprendí muchísimo al no encontrar la pareja en un momento del día en el que siempre estaban. Me dirigí a la casa con el motivo de averiguar qué era lo que les había pasado. Cuando llegué, la puerta estaba abierta, paré un momento en la entrada timbrando unas cuantas veces sin recibir contestación.
Entré, dirigiéndome rumbo al segundo piso; atravesando un pasillito que llaman el “hall” e inmediatamente después, unas escaleras que dan la curva hacia la izquierda. Al subir por las escaleras despacio y sin hacer ruido, vi una aglomeración de señores todos viejitos, unos hombres y otras mujeres, vestidos de negro y en profundo silencio. Casi me muero. Guardé silencio, sin darme cuenta una de las hermosas señoras de cabellera plateada, rostro gastado y ojos profundos, puso su mano en mi hombro halándome hacia un sitio de la sala donde se encontraba una silla apartada de todas las demás; involuntariamente me senté.
Donde me encontraba sentado, veía a mi izquierda a un espacio considerable, al grupo de viejitos que vi al entrar; al frente mío había más hombres y mujeres sentados con el rostro pétreo. A mi derecha veía el pasillo, un largo pasillo en el cual dos cuartos se encontraban de frente. Observé de nuevo para encontrar a quién le podía preguntar por los señores Despertares. Me dirigí sin inmutarme hasta donde la señora que me había recibido; cuando iba en camino, ella me miró. Al ver que yo estaba a punto de hablarle, levantó muy suavemente su mano colocando su dedo índice en el medio de sus labios.
Ya era suficiente, así que me dirigí hacia la salida con toda la intención de marcharme de ese lugar tan desquiciado; al dar los dos primeros pasos rumbo a mi liberación, una de las puertas de los cuartos del pasillo se abrió. Yo quedé expuesto por ser el único personaje que estaba parado, miré de reojo y observé que dos personas salieron del cuarto. Al principio no los distinguí, en seguida descubrí que se trataba de don León y doña Rosa; ¡que alegría! Porque debo confesar que en ese momento, después de ver a todos esos viejitos, pensé que esto era un velorio y que los señores Despertares se habían muerto; lo que pasó después confirmo el pálpito.
Los ancianos me hicieron un gesto para que me acercara. Cuando entré a la biblioteca, don León se sentó junto a doña Rosa, esperaron a que yo hiciera lo mismo. El que habló fue don León.
- Todas las personas que has visto hoy en la casa, ya estamos muertos. Cuando éramos más jóvenes tuvimos que salir de nuestras casas porque los militares nos iban a matar. Recorrimos las montañas llegando a la ciudad después de mucho tiempo. Lo único que trajimos del antiguo hogar, fue el caballo al que llamamos “pálido”. Él nos salvo la vida. Cuando murió, con su cuerpo hicimos la escultura que está en el parque. Ahora hijo, te lo recomendamos.
Al terminar, doña Rosa se levantó de la silla acercándose a mí; me paré, nos dimos un fuerte y sentido abrazo. Salí solo de la biblioteca, sin entender lo que pasaba, cuando llegué a la sala, ya no había nadie; revisé toda la casa con el mismo resultado, tiempo después regresé a la biblioteca. Han pasado muchas horas desde que vi a los ancianos despertares, ahora me encuentro acá solo escribiendo con la intención de convertir en real lo que he vivido. Voy a dejar de escribir para ir al parque; ahora estoy tranquilo. Estaré al lado del caballo, seguramente tendremos mucho sobre qué hablar.




EL CORAZÓN DE LA TIERRA

Por: Fernando Vanegas Moreno


¿Que qué es ser minero?, pues yo no sé, minero es el dueño de las minas, nosotros somos simplemente socavoneros, topos…., peones. La vida aquí empieza temprano; conozco papás, hijos, nietos, todos, toditos enclavados en estas montañas…, ya no me acuerdo cuanto tiempo llevo aquí, ni cuantos años tengo, la tierra se me ha tragado la existencia. Es difícil, pero a la vez es hermoso, tal vez lo digo por qué no sé hacer nada más, porque no conozco nada más. A las cinco de la mañana se ingresa con la noche en la espalda, y como a las cuatro de la tarde vemos por primera vez la madrugada de estas tardes.
Se golpea, se amontona, se recoge y se encarreta pa´fuera…, esa es la vida del carbón, y, tal vez nuestra propia vida…, nos golpeamos, nos amontonamos y con los años nos encarretan pa´la tumba…, irónico y jodido: el carbón sale de las entrañas de la tierra, nosotros volvemos a esa misma madre. Mi nombre es José Galviz, pa´servirle a usted y a cuanto viviente se pueda, nací (no me acuerdo hace cuanto tiempo), en Tausa, región hermosa, verde y prospera pa´ los que tienen plata; junto con Sutatausa, Capellanía y Ubate, forman el corazón del carbón en Cundinamarca…, se me pasó la vida entre socavones, picos y escoria, no me arrepiento, con eso salieron adelante y comieron seis hijos…, yo no tuve estudio, pa´que, nunca me gusto…, los hijos si son algo letrados; todos terminaron su primaria, los mayores se dedican al transporte (también del carbón), tienen sus hogares y me han dado seis nietos, las menores (por que son mujeres), están en Ubate y Bogotá, trabajando en fabricas de lácteos y otras vainas, de ellas si no espero nada, las mujeres sufren más que los hombres y cuando la ruana nace terciada…, pues ni hablar.
Pero le decía: la tierra es demandante, si usted deja de explotarla con forma, con entusiasmo, con…, como decirlo, con cariño, la tierrita se revela y no desaprovecha oportunidad pa´desquitarse, pregúntele a Egidio, ese cojo que ve allá, se emborracho todo un fin de semana y cuando empezaba el lunes la tarea,  se desapuntalo el túnel y se le vino encima, a él y a nueve más…, él la sacó barata, solo magulladuras en las piernas, los otros si ya están gravemente muertos, jajajaaja. No crea que soy indolente o irrespetuoso con la parca, es que de tanto verla y convivir con ella, ya hasta amigos semos. Si no es el grisu (un gas que no huele y lo va adormilando a uno hasta dejarlo inconsciente), es el hollín que se cuela en los pulmones y lo acorta poco a poco en sus añitos, las hernias y el dolor de las articulaciones, los problemas en los ojos y las infecciones respiratorias, todo eso, son las formas y los castigos que a diario vemos y a lo que nos enfrentamos; por eso le digo, la muerte ya es nuestra amiga.
Me gano 20 mil pesos diarios, siete días a la semana, aunque soy honesto, muchos fines de semana no trabajamos, y es que en este trabajo y en estas tierras, el sábado es el día sagrado de santa Pola…, jajajaja, es decir, hay que ir a tomar cerveza y jugar tejo…, ¿Cómo más nos divertiríamos por estos lares?. Algunos dirán que es injusto…, injusto es no tener que hacer. Uno debe vivir la vida que le toca, y a mí me toco esta, no me arrepiento de nada.
Hace poco vino un doctor de esos de Bogotá…, que esto es una injusticia, una inequidad creo que dijo y que la dotación y que la salud y que la ARP y no sé que más vainas, se fue lanza en ristre contra don Pedro el dueño de la mina y le dijo que era un ilegal, un explotador…, un cochino. Esos doctorcitos de mierda…, vienen una vez cada veinte años o cuando hay elecciones y ya creen que tienen todas las respuestas…, dijo que nos iba a cerrar y la gran alternativa que nos dio fue la labranza…, a mi me perdonan, soy campesino y me crie entre el maíz y las sementeras, pero pa´los que no tenemos ni un puñado de tierra, volver al azadón significa jornaliar, y un jornal en estos pueblos solo paga 10 mil pesos el día, y eso si el precio en Bogotá esta bueno, de lo contrario pues, a la perdida.
Cuando uno es niño, y entra por primera vez a un túnel, da arto miedo, uno se ahoga, no se acostumbra a la oscuridad, a la humedad, al olor agrio de los topos más viejos…, y es que con el tiempo, uno empieza a oler a mina, o sea a moho, a ruin…, a mierda. Yo empecé como a los doce, mi papá también era un peón y como a mí no me gusto el estudio, pues aquí vine a parar; ya con mi primer plata y sin obligaciones, pues vinieron las viejas, las polas y me quede, ser libre a los doce era un amanecer de noche y cuando uno le coge gusto a la plata pues hasta y fueron peras, jajajaja.
Hoy la charla estuvo buena, tal vez porque usted no es arrogante…, hace unos meses vino un monito de la televisión a hacer lo mismo que usted…, bueno, digo el santo no el milagro, ese señor dizque es boyaco y venía con todo listo, cámaras, carros, luces y cuanta vaina se imagine…, usted, sumerce, solo vino a conocer ¿verdad? Y pues bueno, se topo conmigo y preguntar nunca ha sido malo ¿cierto?
Yo a usted le corono una cerveza, no la merecemos, además ya estoy seco de tanto hablar y usted debe estar seco de tanto oír, jajajaja, si…, esta es la vida en el hueco…, vivimos, no existimos, todo nos llega tarde, hasta los años…, mi vieja, mi esposa se ve mucho más joven que yo, pero yo tengo más salud…, hace poco le descubrieron azúcar en la sangre y esta achacada la cucha, bueno hay vamos, los hijos han estado muy pendientes…, Dios dirá.
José voltea la cara hacia otro lado, no quiere mostrar esa lágrima que asoma. Para estos hombres es malo ser débil, para estos débiles, es imprescindible ser hombres, lo son desde que llegan a esta tierra, desde que amamantan sus sueños, desde que caminar se vuelve herramienta. Se despide escupiendo el último trago de la cerveza que me “coronara”; su mano callosa, es fuerte y brusca, casi parte la mía: Hay mijo, algún día vuelva, que el cuento no termina aquí, el cuento solo comienza, la tierrita tiene muchas historias…, las historias del corazón de la tierra.




En Tausa hace unos años….


HISTERIA DE KAUIL
SEMPER SIMUL SEMPER CARMINA, CATA



TARDE DE FRÍO EN CERETÉ
POR: JAVIER BARRERA LUGO
Para: Motas.
"En vano golpea a las puertas de la poesía el que está en sus cabales", dijo no sé si Sócrates o Platón, allá en la noble Grecia, el centro del universo hace cuatro mil años y no se equivocó al proferir esta sentencia. Quien se compromete con el acto poético, con la poesía pura y cruda, hacerla, destruirla y vivirla, tiene  la capacidad de subvertir la fealdad de un mundo hecho para el deleite de pocos. Raúl, el poeta, el marica, el loco, camina las calles de Cereté, tarareando como poseso una canción de Orlando Contreras, la que le dedicó a Isabel, la del verso, la noche en que se casó con el inagotable alcalde del pueblo. Camina y está feliz como siempre lo fue, a su manera.
Pese a que está muerto, me reconoce. Levanta la mano izquierda y me llama. El pavimento de las calles arde, como si de un horno industrial de fundición en plena producción se tratara. Me recibe con un “quiubo”, Barrera, que es como mis buenos amigos suelen matizar nuestros encuentros.
-Está fresco Cereté hoy y eso que no está corriendo brisa-, me dice, y continúa con las palabras que juzgo quieren salírsele descarriadas de la boca-: parece que por fin nos vamos a parecer a la Europa que estos paisanos sarracenos, negros e indios siempre han añorado. ¿Conoces Bruselas?
-No la conozco, Raúl, jamás he estado allí, de hecho nunca ha llamado mi atención- le contesto animado.
-Allí los niños mean en las fuentes de agua fresca, sus padres se lo permiten porque dicen que los anticuerpos de la orina poseen características terapéuticas que deben ser compartidas con los habitantes de la ciudad. Es algo maravilloso.
Sus ojos se pierden en la inmensidad del Sinú. Ya no poseen el brillo que la locura les impregnaba cuando trasegaba por el presente, son mansos, carecen de visceralidad, es un estado semejante al de la paz el que se funde en los colores que brillan sobre la superficie de sus pupilas. Lo interrumpo con una pregunta que por la cara que me hace, fue inconveniente hacer.
-No sabía que habías ido a Bruselas. Sé que Borrás el poeta comunista estuvo allí en los sesenta, pero de ti no lo recuerdo, ¿cuándo asomaste por allá?
-Jamás he estado allí, lo vi en un documental medio “maluco” de esos que le prestaban las embajadas a INRAVISIÓN en los ochentas. Una belleza, Barrera, una belleza que ahora que estoy muerto no me interesa comprobar. Sabes, la imagen la trajeron a mi mente dos chiquitines que estaban haciendo lo mismo en el río, meaban como dioses valones buscándole la fecundidad a las aguas… De eso parece tratarse este cuento de la muerte, señor, añorar lo que no se alcanzó a ver, asumir el silencio y no sentirse jodido por ello. Que tarde entendemos las cosas los maricas que aún creemos en el amor- sentenció, no dolido sino buscando hacer encajar un sueño en las lágrimas que los fantasmas no pueden sacarse de lo que les queda de alma.
Le invito un trago de aguardiente y lo bebe despacio, varios sorbos y una mueca que me desconcierta. Busco un tema que no lo haga divagar entre los recuerdos de vida, pero me quedo callado, no sé de qué diablos puedan hablar los muertos. Pido dos copas más y me siento en uno de los escalones de acceso al local. Raúl, acaricia mi cabeza y me suelta una de esas frases con las que siempre me deja hecha trizas la conciencia:
-¿Te atemoriza la idea de la muerte, dejar de respirar, no volver a ver a los que amas?
-Claro, Raúl, mucho. Alguna vez deseé que pasara, pero cuando pensé que la “pelona” estaba cerca se me vinieron a los sentidos demasiadas miradas, el deseo de sentir pieles que no conozco, ambientes en los que me sentí feliz así hubiese sido una vez. Llámalo cobardía, no me ofendo si lo dices, pero todavía tengo ganas de hacer vainas.
-Yo también, poeta varado, yo también. Creo que los dioses me jugaron sucio y me fui mucho antes de lo debido. Tanta vaina para nada, tanto verso que la gente olvidó antes de que me echaran encima la primera palada de tierra, tantos hombres y mujeres que amé contando cosas inapropiadas, que eran sólo de nosotros, la escritura de poemas con popó sobre las paredes blancas del sanatorio, las comilonas de huevos fritos con helechos, la pobreza a la que ellos le dieron el talante de vergüenza, cuando para mí fue el espacio en el que fui libre… Morí antes de tiempo, la gloria me llegó después de muerto, valiente pendejada…
-¿Fuiste feliz? ¿Eso bastó?-pregunto compungido.
-Bastó, marica, pero los de nuestra calaña no nos conformamos con la probadita, tú lo sabes, es todo o nada hasta el hastío. No somos normales, nos limpiamos el culo con la plata que hay que guardar, amamos a muerte, nos volvemos un ocho en felicidad o tristeza. Bastó y no fue suficiente, ¿me entiendes?
-Claro que te entiendo, Raúl. Lo peor es que también empecé a entenderme.
-Vamos a caminar. Es la primera vez que en Cereté,  a esta hora de la tarde hace un frío tan bestial. Disfrutemos de la temperatura glacial en la imperfección del paraíso.
Caminamos hasta que el cielo desapareció y Raúl, de a poco, se hizo silencio. Volví a la pensión, saqué los últimos billetes que me quedaban y salí a la cantina del frente a emborracharme. Una mujer de ojos verdes y piel morena se sentó a mi lado y me pidió un aguardiente. Le dije que me iba a emborrachar en silencio, que no la molestaría, que me acompañara. Encendió un cigarrillo y me sonrió antes de servirse el segundo de la noche.


MI REFLEJO

Brailyn García Trimiño, Cuba.




Adoro a los espejos. ¿Imaginas la vida sin ellos?
No es vanidad, pero si no estuvieran, si de pronto dejaran de existir, habría un caos.
No me refiero al simple, vulnerable y gastado acto de reflejar nuestras caras y cuerpos en ellos, sino de cuestiones del alma.
Sería como quemar una parte importante de nuestra vida.
Las fotos son buenas, pero recuerdas la primera vez que te miraste a un espejo. Tal vez no te acuerdes pero él sí, él no olvida: la primera sonrisa, el primer uniforme, el llanto más agudo, el suspiro más hondo.
Los diarios son buenos, pero alguien los puede descubrir; entonces se enterarían de lo que jamás hubieras querido que nadie supiera: el primer amor, el primer beso, los horrores de tu cuerpo, o la inconformidad con la propia vida.
Los amigos también son buenos; pero cuántas veces deseabas estar solo para meditar un poco y organizar tus pensamientos, esos que te llenan la cabeza producto del común ciclo vital, sin encontrar solución alguna.
Ahí estaban entonces, solos, tú y el espejo. Listos para desaparecer juntos, tú en él, y salirte de ese sitio, al que a veces no quisieras regresar, y encontrar el mundo imaginario, donde la vida tiene matices.
Hace 35 años en mi casa vive un espejo. Adoro a los espejos. Este es diferente.
Hace días que no me reflejo en él, será que lo encuentro obsoleto. O más bien creo que no se acuerda de mí, que no me quiere.
Es cierto que hace tiempo que no hablamos. Pero tiene que entender que yo crecí, que ya no le puedo dedicar el mismo tiempo que antes; he madurado, y mi sonrisa a pesar de la corta edad está aburrida, se siente cansada. Es que ya no río igual, lloro menos y sueño más.
¿Pero seré egoísta? He tenido fotos, diarios y amigos, y todo ha pasado, pero él sigue ahí, reflejándome cada día, pero sin intercambiar palabra alguna.
Por eso hoy no me reflejé en el espejo de mi cuarto, el que me acompaña hace tanto tiempo desde hace tanto tiempo, hoy me vi, tan solo me vi y le hice un regalo . Hoy me vi, hoy solo me vi, y también le hice un regalo. Le obsequié una oveja fluorescente. ¡Sí! Cuando todo se pone oscuro ella permanece encendida, así no estará más solo, y aunque yo me duerma una parte de mi permanece encendida.
El espejo de mi cuarto, el que todo lo ve desde su lugar, está rodeado por un marco de líneas sinuosas como látigo sobre las olas, como el propio sol. Es precioso. Mide algo más de un metro, pero eso no es lo importante, lo importante es que nadie en el mundo sabe tanto de mí, ni me conoce tan bien como mi propio espejo.
Adoro a los espejos. Sobre todo al mío. Es por eso que hoy le declararé mi amor. ¡Sí! Creo que estoy enamorado. ¿Pero cómo lo hago?, ¿le bailo?, ¿le beso?, o ¿le canto? Ya sé, le voy a decir lo que siento con una canción que me encanta:
“Cada vez que veo tu fotografía descubro algo nuevo que antes no veía.
Siempre te he soñado indiferente, eras tan solo un amigo, y de repente lo eres todo, todo para mí, mi principio y mi fin”.
Así es, cuando lo haga estoy convencido de que no me rechazará. De esta forma también le estaré agradeciendo por soportarme durante tanto tiempo. Pero yo sé que me ama, aunque no me lo diga.
Solo faltan veinte minutos para que este viaje termine, llegue a mi casa y comience otro viaje más interesante; de hecho, el más interesante jamás emprendido. Lo digo porque cuántas personas han decidido abandonarlo todo y perderse con su propio espejo.
Le pediré que me llene de su alegría su buen humor, de su melancolía, su pena y dolor, que me dé su aroma, hasta su sabor; pero algo más importante aún, que me dé su mundo interior.
Sin duda alguna quiero su sonrisa, su color, la muerte y la vida, su frío y ardor, quiero que me dé su calma, su furor, y su oculto rencor.
¡Al fin llegué!
Es que ha pasado tanto tiempo desde que nos vimos por primera vez, que nadie en el mundo me conoce tan bien como mi espejo, ese que está en el cuarto, que vive conmigo, que yo amo.
— ¡Qué amabas! Dijo una voz en el interior de mi cabeza al ver la escena.
— ¿Cómo que amaba?, ¿justo ahora?, hoy que venía dispuesto a declararle todo mi amor. ¡No es posible!
Puede que no quisiera creerlo, pero ahí estaba. O mejor dicho, no estaba.
Todas las alas de mi libertad, la senda que estaba completamente dispuesto a seguir, el aire que respirar, el agua que beber, y el sueño que quería alcanzar completamente deshechos. Deshechos porque no está. Se esfumó, y para siempre.
Adoro a los espejos, pero maldigo la hora en que vine a enamorarme de uno. Y precisamente hoy, que finalmente me había decidido a contarle, ya no está. Lo busqué y rebusqué, y solo encontré una nota.
No conozco esta letra. Aunque lo que dice me es suficiente para entender.
Justamente hoy, el día de mi cumpleaños. Cómo iba yo a imaginarme que lo que más me importa en el mundo desaparecería así, de ese cuarto descolorido pero nuestro.
Se llevó la oveja que le regalé. También se llevó mi libertad.
Hoy no puedo dormirme. No sé hacerlo sin mi espejo, al que amo. Pero qué puedo hacer.
Solo deseo pedir un favor a la maldita soledad, la única que de verdad y sin variaciones llega cuando todos se van, la única con la que puedo llorar: que lo busque y lo ame como a ninguno, para que logre sentir lo que siento.
Y yo solo le prometo que nunca más volveré a adorar así, a ningún espejo.


PAPÁ, NO ME OLVIDES

Capítulo segundo (páginas 33-40), del libro ¿Cuánto cuesta matar a un hombre?, de José Alejandro Castaño


Alzheimer: eso dicen que tienes. Tú no lo sabes, pero eso no importa, ya no. Ahora, mientras me miras y ríes, yo te contaré una historia.
¿Recuerdas que en el frente de la casa había un jardín?, ¿te acuerdas, papá?. Allí sembraste un árbol de guayaba, uno de ciruelas, tres de naranja y uno de mandarina que nunca dio fruto, pero que acentuaba el olor verde que se metía por la sala cuando la puerta estaba abierta y nos hacía creer que vivíamos en un bosque. Había tres palmas, cinco helechos, una mata de limoncillo y un montón de rosas: blancas, violetas, rosadas, amarillas, rojas…era sorprendente que  en un espacio así de pequeño, en  mitad de un barrio de casas amontonadas en las faldas de Medellín, pudieran crecer tantas plantas.
Tu mayor disgusto era descubrir a un muchacho robando naranjas o pisando el jardín en busca de alguna pelota perdida. Pero la naturaleza, ingeniosa y acrobática, se inventó un truco para poner a salvo las rosas: asfixiadas por la sombra, fueron trepando el tronco de los árboles y, abriéndose paso por entre el follaje, alcanzaron las copas del ciruelo y el mandarino. De lejos, aquellos árboles parecían sombreros de fiesta porque en sus copas, atraídos por el néctar de las rosas, danzaban mariposas, colibríes y abejas. Las sombras proyectadas sobre el frente de la casa tenían la forma de un estanque de rosas flotantes y pequeños peces con alas que desconcertaban a los gatos de la cuadra.
¿Te acuerdas, papá?, la casa también olía a pan recién horneado.
En el patio había un taller. Allí hacíamos parva para vender por el barrio con viejas recetas de familia que mamá no compartía con nadie: tostadas, panderitos, pan de salvado, galletas de mantequilla, pandequeso, mojicones, milhojas y pasteles. Los domingos la cuadra se llenaba de un olor que atraía a los vecinos y amenazaba, decías tú, con cortar la señal de televisión. Al momento, enviadas por sus maridos para preguntar que estábamos horneando, aparecían las vecinas en la puerta de la casa.
Entre semana hacíamos empanadas y arepas de huevo que vendías en la feria de ganados, cerca de Bello. En vacaciones del colegio yo te acompañaba, entonces ocurría el milagro, uno que yo esperaba como se espera un premio: nos íbamos caminando y tú aprovechabas para contarme historias sobre cosas que te habían pasado. De cuando te fuiste de la casa, o del perro de ojos de distinto color que un día te encontraste y fueron amigos muchos años, de la novia que se llamaba Raquel y se parecía a una actriz de película, de cuando viviste en una ciudad de hierro y manejabas la rueda de Chicago y el carrusel de los caballos, de la primera vez que viste pasar un avión y corriste a esconderte en un galpón de gallinas, de la monja a la que le dejabas carticas en las bancas de la iglesia y del primer paracaidista que hubo en el mundo, que por gritar groserías mientras caía terminó ensartado en la cúpula de una iglesia y se quedó a vivir allí por tres meses mientras traían una escalera de la China lo suficientemente larga para bajarlo. Yo me reía, y esos viajes por las faldas del barrio hasta la feria se hacían tan cortos, tan cortos, papá, que el tiempo parecía andar sobre patines.
Había otras historias, claro.
Unas dolorosas que te hacía llorar. Siempre fuiste un llorón. Yo me avergonzaba cuando la gente nos miraba. Nunca fuiste un ogro, apenas un papa llorón que sabía contar historias. La de las pelas era mamá, que a veces se quejaba de tu mansedumbre con mi hermana y conmigo. Rosalba. Es el único nombre que ahora recuerdas y repites. Ella es quien te cuida y se las arregla con tu memoria perdida.
El otro día vine a visitarte.
Estabas en el suelo, apurado con los puñados de maíz, fríjol y lentejas que ella tira para que tú recojas. Es la única manera de tenerte ocupado, dice mamá, con la cara descompuesta y la voz débil. Ya no lees, no ves televisión y, según mamá, ni siquiera duermes. Caminas, te tropiezas con las cosas, desconectas el teléfono, escupes en el suelo, te desvistes una y otra vez, quitas los bombillos, te tomas el agua de los floreros, preguntas por gente que ninguno conoce…¿habrás preguntado por el paracaidista ensartado en la cúpula de la iglesia? Mamá dice que no sabe, que tal vez, que ella también comienza a perder la memoria.
Ayer te dieron de alta.
Dormí dos noches en el hospital al lado de tu cama. Era una sala grande con quince enfermos más. Como no había camillas, algunos estaban tirados en el piso, con sus bolsas de suero colgadas en puntillas que las enfermeras iban clavando en la pared. Tú siempre confiaste en los políticos. Eras del Partido Conservador, decías, y siempre votaste por ellos en elecciones. Llegabas a casa con el dedo rojo, sucio de tinta: la marca de quienes apoyan la democracia. ¡Qué mierda papá! Te robaron, nos robaron. Hace tres meses debieron operarte. Tu vejiga es incapaz de expulsar la orina que acumula y tu vientre se hincha como la giba de un dromedario, entonces lloras de dolor, pero no sabes qué pasa. Estás en lista, dicen los médicos sin mirarte a la cara.
Ahora estamos esperando un examen de cerebro que debieron hacerte hace dos años. Mamá puso una tutela, pero ni siquiera el fallo a tu favor ha logrado nada. Debemos esperar.
Hace un  mes te pusieron una sonda.
A veces te la jalas y mamá se las ingenia para distraerte dándote chupetas y ocultando la bolsa debajo de tu ropa. Ella, nadie más, logra que tus ojos chispeen como antes, como cuando salías a vender la parva por el barrio y, mientras te abotonaba la camisa y alisaba tu delantal, te advertía que no te metieras a ninguna casa a conversar porque te cogería la noche. Parecía la advertencia de un hada a un personaje de cuento. No siempre hacías caso.
La gente te llamaba para que, mientras te compraban, les contaras una historia, y el tiempo se te iba y se hacía de noche. A veces llegabas a casa con cosas que no lograbas vender y ella sentenciaba que seguro te habías quedado hablando. Entonces los desayunos y parte de los almuerzos de los días siguientes eran los panes, panderitos, mojicones y milhojas que no habías vendido.
De todas tus historias hay una que recuerdo más que las otras. Es la más triste.
Es esa de tu mamá. La llevaban camino al manicomio. Era una mujer rubia. Su foto está en casa, metida en la biblia en la que mamá lee los salmos. De ella heredaste los ojos azules. Tenía veinticinco años y los hombres que la llevaban se detuvieron para darle de beber a los caballos. Tu padre iba con ellos. Te habían dejado allí dos años antes, al cuidado de una tía, justo después de que ella empezó a perder la cordura y a llamar las cosas con nombres distintos. ¿Qué edad tenías?, ¿seis años, siete? Jugabas en el piso de madera de la casa, afuera del corredor de la entrada. La sentaron en una piedra, con las manos amarradas. Tenía un vestido largo, como alguien importante. El cabello dorado, recogido en una cola. El cuello alto, los zapatos de tacón y la mirada perdida. Se llamaba Aurora y te quedaste viéndola sin reconocerla. Entonces pasó algo: ella salió de su silencio, como el preso que logra la escotilla de la celda en la que permanece atrapado, y te sonrió. Después te llamó con la cabeza. Mientras caminabas hacia ella tu padre ordenó desatarla y darle de beber.
Te besó en la frente, me contaste. Fue un beso largo, largo, y luego te peinó con sus dedos libres. Te llamó por tu nombre: Gustavo, y eso siempre lo recordaste como un prodigio, como un último regalo. Ya no la viste más y es el único recuerdo que tienes de ella. Mamá dice que a veces la llamas, y que mientras almuerzas de pronto preguntas si vendrá.
Yo soy afortunado.
De ti tengo  miles de recuerdos, papá. Hay uno que evoco como se hace con un buen sueño que uno no quiere perder. Es de ese año en que nos fuimos a vivir a Apartadó, en esa finca bananera llamada Bambú en la que te dieron trabajo. Mamá estaba en el Sena. Allá trabajaba como aseadora y dejaba a mi hermana en casa de la tía Inés. Por alguna razón, esa vez me llevaste contigo. Yo tenía seis años. Debías cortar la maleza de un canal de agua antes de que llegara la época de las lluvias. A ti, me contaste después, te habían dado el más largo y enmalezado, quizás porque eras nuevo. Ya en el sitio, juntaste un par de ramas de un árbol y, con la primera yerba cortada, me hiciste una casa. En una así, me dijiste, había vivido Tarzán cuando era niño. Esa fue, justo, la primera película que vimos en cine, y yo me quedé admirado por tu habilidad. Después te quitaste la camisa y la llenaste de hojas para que la usara de colchón. Yo me quedé ahí viéndote trabajar y te oía cantar canciones. A veces regresabas y me traías conchas vacías de caracoles y las garzas seguían tu rastro en busca de los insectos que quedaban al descubierto cuando rozabas la yerba.
Mucho después, siendo un adolescente, me contaste que limpiar ese enorme canal te había costado más tiempo y esfuerzo que a tus compañeros, especialmente porque, al terminar cada día, tu insistías en quedarte dos horas más para barrer la yerba, amontonarla lejos, y prenderle fuego. Todos te decían que por ese trabajo no te pagarían más. En efecto, al final de la semana, con el trabajo terminado, el pago fue tan poco que fuiste a donde el dueño de la finca, el señor Howard, a hacerle el reclamo. Él no te escuchó. Dijo que ese era el pago para quienes desmalezaban. Pero dos días después, el domingo siguiente, cuando salía para el pueblo a comprar la carne para sus perros, la limpieza de un canal llamó su atención e hizo para el carro en el que viajaba.
Estaba tan desconcertado que le preguntó al conductor si ese canal era de su propiedad porque no lo recordaba, entonces se bajó y caminó una parte del trayecto. El agua pasaba cristalina y podía oírse correr por el suelo limpio de yerbas y de hojas. El lunes mandó llamarte, papá, te dio el doble de sueldo y te contrató en la planta donde empacaban el banano, un lugar a la sombra y con agua para hidratarse. Después te ofreció una casa en el campamento de los trabajadores y nos fuimos a vivir los doce meses en que mamá accedió vivir lejos de Medellín. Todo eso lo supe cuando yo era un adolescente y me quisiste enseñar que el esfuerzo con atajos no sirve.
En realidad no sé si aprendí.
Cuando vengo a visitarte me pregunto qué puedo hacer por ti, y por mamá, que llora en silencio y tampoco duerme. A veces se queja, dice que no será capaz. Debe bañarte pero tú no te dejas y manoteas furioso sin entender qué pasa. Cuando yo te baño y peleas te aprieto las manos. Tú cedes, humillado por mi fuerza y me miras con rabia. El otro día me preguntaste por qué te hacía eso, y yo no supe qué contestar. Te abrazo, papá. Te quiero, te digo. Y tú me preguntas quien soy.
Soy yo, papá. Y esta es mi manera, mi pequeña manera de decirte que, quizás, después de todo, aprendí la lección. Este libro es un esfuerzo sin atajos, espero.


CALEIDOSCOPIO
Por: Sanlisan



Uno debería pensar más tiempo en los colores. Detenerse a ver cómo nos atraviesan sin que ninguno de nosotros se dé cuenta. Dentro de su brillantez, logran atraparnos, sin sentido, nos hacen presos y nos dejan libres, medianamente logramos separarlos uno del otro.
Osadamente hemos cambiado sus nombres a nuestro antojo y ellos dan cuenta de eso, de esto que no es normal. Y cobran vida.
El más puro de los azules, mal llamado celeste, te eleva para confundirse con el cielo soleado del invierno, te lleva y sin avisarte te suelta: caes al abismo.
No hay nada de malo en ese amarillo que alegra las mañanas, que confunde las tardes de encierro, que sólo él hace que termines el día en calma. Puede ser que el naranja te distraiga, durante los fines de semana recobra su fuerza y se engrandece, eres casi que minúsculo a su lado, eres solo lo que queda. Ni que decir del rojo, que se mimetiza con los labios, los ojos y el corazón, que se hace llamar dueño del amor, es capaz de hacer contigo lo que quiera, ir, esperar, viajar, regresar, reír, llorar, esperar, desesperar, aguantar, soñar, desear, llorar otra vez, sufrir, ver hasta quedarte ciego y volver a desesperar. Ese que parece inofensivo que atrae a tu piel cuando se dibuja en cualquier parte. Rojo pasión. Rojo dolor. Rojo fervor. Rojo dolor.
Uno debería ser más responsable, nosotros no debemos elegir, ellos son quienes por derecho de existir desde antes, nos debieran elegir. Dejarnos sentir sus ganas de permanecer a nuestro lado, adornarnos con su luz, llenarnos de motivos para despertar, levantarse, lavarse y volver a soñar. Cada uno se quedaría eternamente y por fin seriamos la muestra viva del color con el que abusamos al utilizar sus nombres. Podríamos elevar las anclas, fundirnos en el mar y no dejar de ser nosotros juntos, en el fondo del océano se dispararía nuestra propia luz, nos reconoceríamos a miles de kilómetros de distancia. Seriamos felices sabiendo que ya no deberíamos buscar más. Se acabaría el problema de padecer el ser otro, de confundirnos. No existiría nunca más algo a lo que llamemos negro. Pasearíamos entre nosotros como un arcoíris capaz de llegar a cualquier lugar con sólo sacudir el pelo.
Varios de ellos me persiguen hace días, hacen que me fije en ellos, que quiera tocarlos, que desee sentirlos. Van haciendo un camino, van dejando las huellas una por una y me gritan nombres, lugares, deseos que ya no sé si son sólo eso o mi idea de un sueño en el que realmente creo que te veo.


SIN MIEDO A LAS AGUJAS
Por: Fernando Vanegas Moreno

Y cuentan que Dios, después de muchos siglos de ausencia y desentendimiento resolvió un día volver a mira hacia la tierra…, se asomo a su triangulo glorioso y lo poco que alcanzó a ver le desmorono hasta la Gloria…, entristecido y preocupado, El Santo Señor se paseaba de un lado a otro del cielo, pensando en que hacer para remediar tal desmadre, cuentan también que solo se le escuchaba decir “Hay YO mío” y “ Santo YO, que vamos a  hacer”; pero siendo Dios, Omnipotente, Omnisapiente y Omnipresente, se decidió por la formula que dos mil doce años atrás le había funcionado: Llamo a su hijo único y le encomendó la misión: “Tenes que bajar a la tierra y recomponerles el camino otra vez”, cuentan que dizque le dijo; a lo que el Santo Unigénito respondió: “Pero que, ¿otra vez yo?, manda pues a San Miguel, que ese es más fuerte que yo…, acordate lo que me paso la última vez: me metí a redentor y salí crucificado”. Pero Dios es Dios y su palabra es impajaritable, así que el Buen Jesús, tomo aire, se santiguo y descendió del cielo a cumplir la Santa Voluntad del Padre. Esta vez no llego a Israel, “allá hay mucho tropel ahorita y no me dejan ni llegar”, pensó, “mejor, vuelo directo al  Vaticano, estoy seguro que haya si seré bien acogido”. Y dicen las narraciones que llegando Jesús a la Plaza de San Pedro, se maravillo por lo cambiado que estaba todo esto: “que qué hermosura de iglesias, que qué Cúpulas tan grandes, que qué maravilla de obras de arte”, en fin todo era esplendido.
Pero cuentan también que desde que puso un pie sobre la tierra, La Guardia Suiza y los servicios de inteligencia pontificios, empezaron a seguir a ese sospechoso mechudo, barbado y de sandalias, que miraba obnubilado todo a su alrededor y que regalaba con una sonrisa y una bendición a cuanta persona se atravesaba en su camino. No eran claras sus intenciones y se rumoraba que “hasta terrorista sería”.
Más entró en perspicacias, cuando después de varios meses y de otro tanto de trámites, este “neo hippie”, se atrevió a pedir audiencia con el Sumo Pontífice. “Era el colmo de la desfachatez de ese marihuanero”, pensaron los servicios de inteligencia de la OTAN, que ya habían sido puestos en conocimiento del sujeto por sus pares vaticanos.
Pero Jesús no se rendía, intentó por todos los medios habidos y por haber acercarse al máximo prelado, pero todo fue imposible…, ni sus influencias en el cielo dieron resultados dicen. La CIA ya había fotografiado al insistente personaje y dicen que el Papa, al ver la imagen del tipo dizque dijo “Ese lo que busca son indulgencias plenarias, pero qué vamos a hacer todo el mundo quiere lo mismo”.
Cansado entonces, El Maestro se despidió de tanta opulencia y arrogancia, recordando que Él había comenzado con un simple burro; y dicen los que lo vieron, que triste se decidió a hacer lo que Él mejor sabía hacer: predicar. Escogió al azar, el lugar del mundo donde (bajo su concepto), se necesitará más de su palabra y su aliento y viajo a un país llamado Colombia…, y empezó de ceros dicen, caminando por aquí y por allá, regalando amor y buena voluntad entre los que lo acompañaban, haciendo de la nobleza y humildad sus mejores armas y obsequiando de vez en cuando un milagro entre sus seguidores. Y fue tanta la gente que convocó el mechudito, que pronto los organismos de seguridad del Estado se pusieron a la espalda del Buen Hijo. Dicen que hasta un paisa, ex presidente él, al saber el poder de audiencia que tenía ese muchacho dijo: “Ese lo que es es un narcoterrorista de las FAR, que me lo traigan que yo si le doy en la jeta marica”. Pero Él, sin importarle nada y con la benevolencia de siempre, prosiguió su camino evangelizador, durmiendo con el más pobre, comiendo lo que había y cuando había, cogiendo flota y Transmilenio, y obvio, ocultándose de aquellos que para ese momento ya lo tenían más que perseguido. Y narra la historia que un domingo, el buen Jesús llegó a la Iglesia del Veinte de julio en Bogotá y por primera vez desde su nueva visita, se emberraco. Pero no era una piedra cualquiera, estaba superembejucado. Dizque “que era todo ese mercado, todo ese escapulario y todas esas imágenes, que como era posible que siendo un lugar de oración, eso estuviera lleno de comidas, ropa y hasta ungüentos para espantar la mala suerte, que no, que eso era imposible”, y emberriondado como estaba dicen que agarro una riata que encontró por ahí en uno de tantos puestos y empezó a repartir rejo a diestra y siniestra, y al rato claro, que llegaron los del CAI, y apresaron al Noble Cordero. Dicen que llego a los calabozos de la DIJIN, donde lo insultaron y ofendieron, lo golpearon y lo torturaron con bolsas plásticas y golpes en las plantas de los pies, cuentan que le daban descargas eléctricas y se reían de Él, y que cada rato le preguntaban a que frente guerrillero era que pertenecía.
Él, silencioso, solo veía repetir su historia. Y para rematar su desgracia, estando detenido en ese hueco, llego una orden de aprensión internacional, emitida por INTERPOL, dizque por sus andanzas “sospechosas” por lados de la Basílica de San Pedro; y Colombia, que siempre hace caso mansamente de los designios de otros, decidió mandar al Verbo Divino extraditado para arriba, para los Estados Unidos. No más llegar allá fue lo mismo pero diferente, un juicio sumario en donde nunca se le permitió hablar (y mejor pensaba Él, ya estaba todo escrito), insultos y ofensas y el veredicto final: “condenado a la pena de muerte por inyección letal de manera inmediata por terrorismo subversivo”, y una sarta de patrañas inventadas por los fiscales que amangualados con una defensa mediocre ya tenían el fallo preestablecido. En fin y ya para rematar la historia, dicen que Chucho fue conducido a la sala de su ejecución, amarrado a su última cama y en presencia suya prepararon el coctel químico que inyectado lo despacharía de nuevo al lado del Progenitor Eterno. Pero ocurrió lo impensable, lo inimaginable…, Dios que nunca había perdido de vista a su Hijo, que lo había acompañado todo el tiempo, decidió que no iba a permitir que otra vez su Amado fuera blanco de la maldad y falsedad de los humanos, y en medio del sudor frio que ya acompañaba el Sagrado rostro de su “pelao”; así, sin más ni más, ascendió en cuerpo y alma su retoño frente a las miradas atónitas de guardias, abogados y sapos que nunca faltan cuando de generar morbo por la muerte se trata. Algunos cayeron de rodillas, otros se daban golpes de pecho y unos más se desgarraban vestiduras prometiendo nunca más volver a pecar…, pero ya era tarde, Dios había sentenciado: nunca más volvería sus ojos misericordiosos hacia la tierra, borraría del libro sagrado de la vida los nombres de aquellos que tan injustamente habían tratado a su enviado, dejaría eso sí, campo abierto para todo aquel que actuara de manera correcta y sacara, entre millones, la cara por toda una especie, cerró su ventana celestial y se fue a tomar tinto y a jugar parques con el viejito San Pedro, que hacía rato lo estaba esperando.
Jesús por el contrario, y en su inconmensurable amor, si dejo una esperanza, la certeza  de que Él, como heredero del trono celestial, siempre escucharía nuestras suplicas, en todo momento trataría de ayudarnos, prodigaría su amor por todos y en todo momento, y su paz y su palabra siempre nos alentarían. Prometió eso sí, después de mucho cavilarlo, que nunca, óigase bien, nunca volvería a la tierra…, hasta que no le perdiera el miedo a las agujas.


ALGO DE AYER
Por: Fernando Vanegas moreno


Si que era fría esa mañana…, salió sin prisa, asomándose a su tristeza cotidiana, creía en su alma que todo mejoraría con el paso de las horas. Mientras esperaba el bus, subió las solapas de su abrigo, sacó de su bolsillo izquierdo el último cigarrillo que le quedaba, lo puso en su boca y luego de encenderlo, inhalo con fuerza aquel beso prendado de nicotina y de barbarie. Buscaba en su memoria el recuerdo perdido de esa niña, la de ayer, la del colegio, la que fuese en un momento de locura adolescente, su amiga, su novia, su amante, su esposa. Últimamente la evocaba demasiado…., tal vez era el cansancio de su vida desordenada y sin sentido, tal vez era solo la necesidad imperiosa de querer, de amar, así solo fuera a un recuerdo; hacia tanto tiempo de su soledad, que ya extrañaba el dulce dolor de enamorarse.
Estaba agotado, lo miserable de su alma solo se equiparaba con la grandeza de sus ideas, su pobre apreciación de sí mismo, no era para nada concordante con el concepto de “genio”, que de él tenían la mayoría de sus conocidos, y es que sí, era un genio, algo loco, algo descuidado, algo hijueputa, pero un genio.
-Oiga marica, ¿Por qué fuma tanto?
-Don Marica pues merezco respeto (contestaba cuando así lo interrogaban), fumo tanto porque solo la nicotina es capaz de hacerme escapar, y rápido, de juicios de valor como el suyo.
No aceptaba la intromisión fastidiosa de otras personas en su vida. Él y solo él era el dueño de su destino, y así, esa mañana, con nostalgia volvía al tiempo aquel en que “capaba colegio”, solo con el firme argumento de esperarla a la salida de sus clases, cargar sus libros hasta la puerta de su casa y despedirse con un beso inocente hasta la tarde siguiente, cuando muy seguramente, el Wimpy de Unicentro se convertiría en el testigo alcahuete de ese amor infantil ya madurado.
Ya en su transporte, busca la silla más apartada, se sumerge de nuevo en sus coloquios y en un momento dado la ve reflejada en la ventana empañada de su lado, el corazón se para, es imposible la casualidad, voltea con violencia y…, no la ve… ¿acaso su ejercicio mental de evocación, ya raya en la obsesión y la locura? No, no puede ser. Hace tanto no sabe de ella, son muchos años, ya debe estar casada y, muy seguramente, será una excelente esposa y madre. No cabe duda alguna, se está enloqueciendo. Baja con premura de aquel infierno rodante, pero el averno ya está en su cabeza, camina rápido primero; corre después, como para intentar dejar atrás esa imagen en uniforme colegial. Atraviesa el parque el Virrey, la carrera 15 y continua hacia el oriente en su desesperada evasión de los ayeres. Por fin, ya sin aliento y rendido ante la velocidad inmisericorde de su mente, se sienta en el pasto humedecido de esa mañana, quiere dejar de recordar, quiere que su maldita vida gris vuelva a ser como siempre, quiere criticar y ser huraño y amargado sin que le importe nada ni nadie, quiere cabalgar en la penumbra de su orgullo y abrazar su soledad, quiere y se da cuenta, que lo que más quiere…, es que ella aparezca.


CUENTO CORTO DE GABRIEL GARCIA MARQUEZ


Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos.
Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 7 años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su atención. De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el mundo, justo lo que precisaba. Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: "como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie". Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente. "Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo". Al principio el padre no creyó en el niño!
Pensó que sería imposible que, a su edad hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz? De esta manera, el padre preguntó con asombro a su hijo:
- Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lo lograste? Papá, respondió el niño; yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía cómo era.
"Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo".

GABRIEL GARCÍA MARQUEZ.

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