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miércoles, 9 de abril de 2014

EL LIBRERO HOY ESTA TRISTE


EL LIBRERO HOY ESTA TRISTE

Por Fernando Vanegas Moreno



Bogotá es una ciudad de contrastes, mezcla de gran urbe con provincianismo, de avenidas enormes y calles empedradas, del abuelo jubilado y el joven rebelde y afanado; de ruido, caos, desorden, estrés y malhumor; de espacios verdes, lúdicos y añorados. En fin es mi ciudad, una metrópoli que avanza con el tiempo y que como muchas capitales del mundo ha relegado su tesoro cultural de siempre, para dar paso a la tecnología y al rápido transcurrir de nuestras vidas.
Camino despacio, sin el afán de antes, sin la premura de siempre, pensando en infinidad de vainas y en ninguna; un café me llama y mientras lo bebo, observo la emblemática carrera séptima del centro de la capital, su gente, sus comportamientos, su desmedida despreocupación…., caminar por esta calle lleva a eso: a relajarse, a olvidarse del mundo; no sé que tiene el centro pero es magia revuelta con indigencia y olor a mierda. Llegar ahí es situarse en el pasado y el presente de este pueblo, por este espacio a transcurrido toda la historia de la ciudad, tal vez por eso no es raro (aún hoy), encontrar vestigios de esa ciudad que ha sido denominada (no se sabe por quién), como la capital mundial del libro. Los libreros, aquellos románticos Quijotes que sueñan en el hoy con un ayer más decoroso, viejas construcciones en donde en medio del polvo y el olor a antiguo, se encuentran todavía, joyas impresas de la literatura universal.
Son muy pocos ya: internet y los e-book han desplazado la emoción de tener un manuscrito o un impreso en las manos. Estos valientes que aún persisten se ubican en unas pocas calles de la manigua céntrica, algunos cerca a la séptima con diecinueve otros, una carrera más abajo, en la octava. Todos tienen las mismas características: son callados, visten humilde y sobriamente, tiene la mirada perdida y se ilusionan con cada persona que entra a sus negocios, no conocen de rabias, saben mucho de libros; saben exactamente en donde esta cada cosa, a pesar del aparente desorden que los rodea, no conocen las biografías de los autores pero es difícil que dejen pasar el titulo de las obras, algunos ya cansados quizá, solo se limitan a observar la búsqueda de sus muy escasos visitantes, venden poco, compran menos, no hay como, no hay que, ya muy pocos venden o intercambian libros, solo la espera queda en el silencio de las letras. Otros, un poco más osados, son nómadas, se trastean entre el mercado de las pulgas, y las ferias artesanales de los parques Santander y la plazoleta del Rosario, son gitanos de la palabra impresa, les va mejor eso sí, pero no hay un lugar fijo, no hay arraigo, no existe pertenencia.
“El corazón de las tinieblas”, “Por quién doblan las campanas”, “Crimen y castigo”, “El cid campeador”, “Mientras llueve”, “Desayuno en tiffany’s”, una desojada y mal encuadernada versión de “El arte de la guerra”, y un largo etcétera de títulos, bajan su escala de abolengo y se encuentran en un mismo sitio con revistas para adultos, las infaltables aventuras de Condorito y ediciones pasadas de periódicos y revistas nacionales. Resulta hasta paradójico encontrar justo uno al lado del otro, “En qué momento se jodio Colombia” y “La culpa es de la vaca”…, o tal vez así de simple sea nuestra realidad. Muchos de los que atienden estos sitios no conocen el valor de lo que poseen y es conocida la anécdota aquella de un librero que vendió por mil pesos un manuscrito original de “Las apuntaciones” de Rufino José Cuervo, pensando que solo era un cuaderno viejo.
Miro de reojo, no tengo plata; me intereso en una edición de “los tumba tiranos” de Eduardo Mantilla Trejos y sondeo los pocos clientes que acuden a estos recintos, la mayoría son maduros, “intelectualoides”, como diría un amigo, callados, casi huraños, más hombres que mujeres, casi siempre van por algo en concreto, huelen igual que los libros: rancio. Los pocos que compran, regatean, los que piden mucha rebaja, no tienen dinero, y los que no tenemos dinero pues nada, salimos disimuladamente para no denotar nuestra precariedad…, ante todo la apariencia.
El librero se extingue, lentamente, poco a poco; es inevitable. Las nuevas generaciones apenas conocen el concepto de libro, las antiguas ya no leen, a las actuales nos da modorra y compramos un texto al año cuando estamos en la actitud de  creernos “muy interesantes”. Las grandes cadenas de papelerías ahora suplen esa necesidad de los escritos: la Panamericana y la Lerner, por ejemplo crecen día a día, gracias entre otras cosas a la visión comercial de sus dueños que ha logrado colocar en un mismo sitio y  estante una cámara digital y un compañero de lectura, un buen libro.

Es mejor decir adiós desde ya al viejo librero, es mejor despedirlo con honores desde ahora, que su recuerdo nunca se mancille y que su ilustre presencia quede siempre imborrable en nuestras memorias. Hago pues hoy un brindis por esos seres que han dedicado sus vidas al oficio, por sus sacrificios y su estoicismo, por su paciencia y su valentía…, salud pues compañeros, los dejo desde hoy y para siempre, es necesario partir…, tengo pendiente un libro en PDF.

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