ESA SEÑORA TAN BUENA
Lucía Donadio Copello
Llevo 27 años trabajando en esta casa. Desde el primer día, cuando llegué de
aplanchadora, vi en las manos blancas de la señora una pulsera con
brillanticos.
Es lo único que la señora cuida y quiere. Es lo único que ha conservado
con devoción en estos 27 años que llevo aquí. Nunca la ha dejado tirada ni se
le ha perdido como la argolla de matrimonio, el vestido lila de fiesta, las
toallitas de mano bordadas, el mantel de rosas en punto de cruz, las palomitas
de cristal de las fuentes de la sala, los mamelucos del niño, la pulsera de oro
de la niña, los cubiertos, y tantas cosas que ella tiene y que se le olvida que
tiene. Y uno tan necesitado y tan pobre y viendo que aquí sobra la plata y la
comida. La primera vez que fue al mercado trajo tanta carne y tanto pollo que
no cabía en la nevera. Era un mercado muy grande, yo nunca había visto tanta
comida junta, ni en toda la tienda de don Camilo. Viendo que no le cabía en la
nevera y que yo miraba y miraba tanta cosa, la señora me regaló unas pechugas
de pollo que le pedí con los ojos para hacerle un caldo a mi niño enfermo. Mi
niño estaba en la cama enfermo del corazón. La señora fue a visitarlo al
hospital y le llevó piyama nueva y pantuflas y una cobija azul. Todas las
semanas me daba diez mil pesos de más para las necesidades del niño, y me
regalaba ropa vieja casi nueva de sus hijos y me daba un mercadito básico:
frijoles, arroz, chocolate, aceite, panela y huevos.
Era muy buena la señora. Yo nunca tuve una patrona tan generosa. Ella
tenía los ojos para adivinar lo que uno necesitaba y las manos para dar y dar.
Pero tenía las manos torpes para lo de ella y todo se le caía o se le olvidaba.
Ella por atender el teléfono y consolar a la hermana que siempre estaba enferma
y sin plata, dejaba todo lo de ella tirado. Y nos ayudaba a nosotras y a los
mendigos que tocaban a la puerta.
Yo veía tantas cosas que sobraban en esa casa. Un día me llevé unos
tenedores que nunca usaban. Cuando los usé en mi casa pensé que los tenedores
solitos no servían para nada, que lo bonito era el juego y empecé a llevarme
todos los sábados, en el fondo de la bolsa del mercadito, los cuchillos y las
cucharitas, de a uno o de a dos para que no se dieran cuenta... Luego me echaba
la bendición para que el señor no me fuera a revisar el bolso, él sí es patrón,
él sí manda, pero se mantiene ocupado en el trabajo o viajando. Un día vi la
pulsera de oro de la niña a la orilla de la piscina y dije se le cayó al agua y
me la eché en el bolsillo del delantal. Y la señora cada vez más buena conmigo,
ella se encariñaba con uno y lo trataba como a uno de la casa. Me regalaba sus
vestidos viejos y sábanas y toallas. Pero yo lo que soñaba era que me regalara
la pulserita de brillanticos que llevaba en su mano derecha y los mamelucos del
bebé. Me llevé tres o cuatro de los mamelucos que ya le iban quedando estrechos
al niño. Seguro que la señora me los iba a regalar después, pero yo los
necesitaba para llevárselos a un ahijado muy pobre que tenía. A veces en las
tardes la señora se recostaba en su cama y, aunque no se dormía, parecía ida de
este mundo. Yo iba y le preguntaba si necesitaba algo, si le traía una pastilla
para el dolor de cabeza, le dolía mucho la cabeza, y ella me daba las gracias
hasta cinco veces. Entonces yo bajaba a la sala y veía esas palomitas de
cristal, pequeñitas y hermosas, y si no había nadie en la casa me sentaba en la
silla de la señora, y un día sin pensarlo siquiera cogí las palomitas para
mirarlas y las vi tan bonitas que no pude devolverlas, me las llevé y cuando el
señor preguntó por ellas, muchos días después, le dije que uno de los niños se
las llevó al patio y las metió en el arenero y yo no pude quitárselas ni
encontrarlas. Todavía las tengo en mi mesa de noche. Después el señor le
preguntó a la señora por las palomitas y ella dijo que no sabía, que seguro se
habían roto, que ese era un adorno muy viejo y quitó la base donde estaban las
palomitas y me la regaló. Así complete el adorno. Era muy buena la señora.
Todos la queríamos mucho. Y me regalaba muchas cosas, pero el mantelito blanco
con rosas de punto de cruz que más me gustaba nunca me lo regaló. Cuando mi
niño se recuperó y pudo hacer la Primera Comunión, yo necesitaba un mantelito
para la torta y se lo iba a pedir prestado a la señora, pero me dio pena y
mejor me lo llevé. Hasta pensé en devolverlo después de la fiesta, pero lo vi
tan bonito y ella tenía tantos manteles. Como dos años después de la Primera
Comunión preguntó por el mantel y yo le dije que ella me lo había regalado, que
estaba manchado, que si no se acordaba, que hiciera memoria y ella dijo que sí,
que claro, que se le había olvidado.
A la señora se le olvidaba lo que tenía y lo que regalaba. No le gustaba
arreglar los closets. A mí sí. Cuando arreglé por primera vez el de la ropa de
cama que era grandísimo, me encontré en el fondo unas toallas bordadas
preciosas, que ella nunca usaba. Un sábado me llevé una y otro sábado otra y
así hasta que se desaparecieron todas y nadie las extraño. Siempre que me
llevaba alguna cosita, pensaba en la pulserita de brillanticos de la señora,
pero sabía que esa sí era del corazón de la señora: se la había regalado la
mamá. Los sábados cuando iba en el bus veía la mano de la señora entregándome
el sueldo y veía chispear esos brillanticos. A veces me quedaba dormida en el bus
y soñaba que me regalaba la pulserita.
Cuando se me casó la hija, la señora me regaló un corte de tela de
flores, pero yo quería era el vestido lila que ella estrenó cuando los quince
de la niña. Ese sábado ella me dejó ir tempranito para organizar lo del
matrimonio. Y yo entré al closet de ella a guardar unos vestidos que le había
planchado la noche anterior y por mi Dios bendito vi que el vestido lila de
fiesta estaba ahí de primerito, y lo cogí y lo doblé rapidito y lo metí en una
bolsa. El señor estaba desayunando cuando baje y me vio pasar con el paquete y
me llamó y me preguntó que qué era eso y me hizo abrir el paquete y la señora
contestó que ella me había regalado ese vestido porque ya no le servía, y él se
puso bravo y empezó a discutir con ella. Y yo salí feliz con mi vestido
regalado. Esa señora tan buena. Mi casa es tan bonita como la de la señora.
Tengo tantas cosas que ella me ha regalado. Pero el señor no entiende que ella
sea tan buena y ahora viven peleando. Y ella en cada pelea deja la argolla de
matrimonio ahí en el borde del lavamanos. Él la regaña y le dice que se le va a
perder. Y cuando el niño se me volvió a enfermar y la señora me consiguió el
especialista y los remedios y piyamas nuevas y sábanas y cobijas, le agradecí
mucho. Pero me daba pena pedirle el televisorcito a color que era lo único que
el niño quería.
Ese sábado, cuando arreglé el baño de ellos, vi la argolla de matrimonio al
borde del lavamanos y le eché mano. “Seguramente se me cayó por el lavamanos
que le faltaba la rejilla”, dijo ella, cuando el señor le preguntó y la regañó.
Y como seguían peleando tanto, yo creo que ella descansó de cuidar esa argolla,
le hice un bien y además le compré el televisor a color de muchas pulgadas a mi
niño enfermo.
Cuando la señora se enfermó y trajeron a la enfermera me dio mucha
rabia, porque yo quería cuidarla. Primero dejó de caminar, luego casi no
hablaba y un día ya ni comía ni bebía nada y siempre con los ojos alelados. La
hospitalizaron unos días y luego la trajeron a la casa y le montaron una cama
de enfermo y suero y llegaron todos los hijos.
Un miércoles se nos murió a las doce del día. Se fue quedando fría y más
quieta. Estábamos el señor y las hijas y la enfermera y yo pegadita a su mano
derecha. Llorábamos y rezábamos y en un descuido le quité la pulserita de
brillanticos y me la metí en el delantal. Cuando el médico llegó y le abrió los
ojos, le vi los ojos reclamándome la pulserita. En un descuido la saqué del
delantal y la tiré detrás de la cama y luego traje la escoba para barrer y
arreglar el cuarto mientras llegaban los otros hijos y dije que me había
encontrado la pulserita ahí tirada, era verdad.
LUCIA DONADIO COPELLO
Es Antropóloga de la
Universidad de Los Andes. Hizo un diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad
Eafit. Se desempeña como editora de Hombre Nuevo Editores. Dirige el Grupo
Literario Letras de la Universidad Eafit y el Taller Literario para Adultos
Mayores de la Biblioteca Pública de Medellín. Ha publicado poemas y cuentos en
revistas. Sol de Estremadelio es
su primer libro de poesía.
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