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domingo, 28 de junio de 2015

LA DEUDA


LA DEUDA
POR: JAVIER BARRERA LUGO

“Si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo.”
John Maynard Keynes



Un ebrio guitarrista inglés rasga las cuerdas de su instrumento en uno de los bares de la plaza mayor de Villa de Leyva. La noche vibra en su cúspide lúdica. El poeta observa, apunta en su libreta cada palabra que sale de aquella boca de fuego, bemba vieja, llena de pequeñas líneas que parecen haber sido marcadas con bisturí, enérgica jerga profética que los presentes no pueden evitar escuchar, pese a que su ánimo, las ganas de no pensar, el hecho tácito de pagar un trago para que nadie los joda, les debería evitar tamaño papelón.
A continuación la transcripción del espontaneo discurso hecha por el sastre y poeta Leocadio Bula:
 “Deber dinero no sólo tiene una connotación económica. Con cada cobre que llega a tus manos desde un bolsillo ajeno y te saca temporalmente de un lío, con cada moneda extra que tienes que trabajar para pagar los intereses de la cantidad que le solicitaste a tu usurero de cabecera, sea este un chupasangre vecino o el banco más grande del país, empeñas la vergüenza, la autonomía que los deseos incontrolables te hicieron perder; un costo grande para cualquiera. Utilizando un famoso estribillo de Los Hermanos Lebrón, digo sin pena: “…por cada risa hay diez lágrimas...” Lo más chistoso del cuento es que las risas debemos comprarlas, mientras el llanto nos lo regalamos generosos. ¿Eso se llama estupidez o simple autodestrucción?
Sin proponértelo, porque los deudores no pensamos, renunciamos a la voluntad y sólo actuamos enfocados en la proximidad del goce o la posesión, sometes tus días por venir a los caprichos de un tercero. Por obra y gracia de una pulsión terminarás haciendo lo que no quieres, recibiendo insultos si no honras el compromiso de pago el día señalado, te portas servil ante las exigencias del usurero, cuando lo que quieres es imitar  a los vikingos, morir en tu ley, volver astillas tu nave, agarrar un bidón lleno de gasolina, llenarte los bolsillos de cerillas y evitarles a los dioses la tentación de salvarte cuando vean que las empiezas a encender.
Anhelas que en tu camino al Valhalla, el salón de los muertos en la mitología nórdica, se escuchen canciones de Valquirias y Putas que aminoren los azotes del miedo y la dependencia, que subviertan tus ganas de aparentar, de dejar de ser “…gente de rostros de poliéster que escuchan sin oír y miran sin ver, gente que vendió por comodidad su razón de ser y su libertad…” como pregona Rubencito Blades, en Plástico, su canción emblemática… Quemar las naves, muchachos que no me escuchan, esa debería ser la fantasía cumplida para el que debe algo a alguien.
La deuda hace parte del ADN de nuestra especie, no respetar la palabra empeñada, complementa el cuerpo de esta maldición. Si cometes la osadía de incumplir un pago, así sea por un día, la afrenta para tu acreedor se vuelve una montaña embrujada que impone diversos castigos a quien osa darle la espalda; dejas de ser el idiota útil del usurero y te conviertes en un criminal cuya palabra vale menos que el nauseabundo material que rebozan las cloacas en invierno.
El  amo vuelve martirios sus reclamos. Insultos de toda índole salen de su jeta y golpean los flancos, ponen en tela de juicio lo que somos, lo que nos rodea, los amores, la integridad del alma, los sueños simples. Nos tilda de ladrones sin sonrojarse, le dice a quienes nos conocen que transitamos la vereda de los intocables. En algunos casos nos pondrá como ejemplo de “conmigo no se juega,” se atreverá a propinarnos una paliza, machacará los dedos de nuestros pies a punta de martillo e intentará matarnos para hacer llegar un mensaje de horror a quienes piensen dejar de cancelar su extorsión disfrazada de favor: no pagarle al agiotistas es una opción estúpida, todo tiene valor, todo se paga.
El prestamista basa su poder en el temor, la burla, en los deseos perniciosos de sus clientes y su disciplina de deudores, no en el capital que se multiplica solo, gracias a la necesidad ajena, como las plagas en el Egipto de los faraones.
Pero en algún momento, tarde o temprano, ese tú honesto al que hiciste callar por conveniencia y placer sin sustancia, se llena de motivos y desata una lluvia de fuego reparador, inconsciente, cruel, aterrador, que te devuelve la vida como debe ser, llena de honor, de heridas meritorias que recuerdan lo importante que es la dignidad para un hombre; triunfar o fracasar por culpa de uno  mismo. Le dices a tu acreedor que no te robé más, ya cancelaste una fortuna en intereses, ahora es él quien debe pagar, que decida lo que hará o dejará de hacer… Que plata tuya no recibirá otra vez…”
Los clientes del bar, llenos de curiosidad, en silencio, dejaron sus vasos sobre la mesa; observaron absortos cómo aquel inglés desgarbado, calvo, anciano, lleno de rabia, dejó su guitarra, se dirigió a la puerta del local y se fue sin pedir reconocimientos. El poeta bajó su esfero y comenzó a leer las tres páginas que alcanzó a llenar.
La cotidianidad del sitio, afectada por una confesión, por esa idea de rebelión contra lo que nos imponemos sin darnos cuenta, regresó. La música volvió a tomarse los espacios de aquel patio colonial lleno de mesas y una fuente artesanal por la cual, asumo, hace mucho no corre el agua.
El poeta se acercó, puso sus papeles sobre la barra y me dio una orden que aún hoy, que escribo estas líneas, no deja de latirme en la cabeza:
-Rodión Raskólnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, mató a la usurera y libró al mundo de una escoria. Las deudas y los malditos prestamistas son nuestra maldición, compañero. ¿Qué vamos a hacer nosotros? ¿Podemos también amputar el tejido contagiado? ¿Nos inventamos algo para aniquilar a los que cobran 20% de interés mensual por sacarlo de problemas y meterlo en otros? Este tipo tiene razón, los avaros son los dueños de las almas perdidas, no el diablo. ¿Qué vamos a hacer nosotros? Contésteme…
No esperó mi respuesta. Tomó su botella de aguardiente casi vacía y se fue sin decir nada. Me di cuenta de cuán aludido se sintió con los comentarios del viejo músico; pero para ser sincero, creí que el asunto no pasaba de ser un berrinche de borracho, que las preguntas fueron un acto de contrición que se regaló un espíritu hastiado. Desafortunadamente, me equivoqué.
Un par de horas después todo fue confusión. La patrulla de la policía cruzó frente al bar llenando los silencios, que a esa hora crecían, con el ulular de la sirena. Para un pueblo como Villa de Leyva, una comarca pacífica y paradisiaca cuando no hay turistas estrafalarios, este desplazamiento de la autoridad era raro. Curiosos, los pocos bohemios que rematábamos los tragos en el bar, salimos en carrera buscando el epicentro de la emergencia.
Un tumulto de personas se arremolinaba frente al negocio de Jacinto Hermida, reconocido comerciante y prestamista del pueblo. Presentimientos cruzaron mi espalda y se aferraron con fuerza a mis vísceras e ideas: “Este huevón la cagó,” pensé. Me abrí paso entre la multitud sólo para chocarme con una escena absurda.
Don Jacinto, con la camisa ensangrentada y el rostro atónito, le explicaba al sargento, y a todo el que quisiera escucharlo, lo que acababa de suceder:
-El sastre golpeó en la puerta de mi casa, me pidió que saliera. Al parecer tenía un problema y necesitaba ayuda. No se me hizo extraño, siempre le presto plata y es muy cumplido pagando… De un momento a otro sacó de la chaqueta unas tijeras grandes, de esas que usa pa´ cortar los paños y me dijo que iba acabar con mi negocio maldito, que ya no le robaría la plata que tanto se jodía en conseguir… La verdad no le entendí; el susto fue muy verraco, un borracho gritando, armado… ¡Gracias a la virgencita este pendejo no me mató! Malparido…-dijo antes de romper en llanto.
La gente comenzó a murmurar. Del murmullo pasaron a la protesta y de allí a la acción. Un grupo de jóvenes intentó tomar al poeta por el brazo y fue en ese momento  cuando nos dimos cuenta que tenía herida la mano izquierda. Se la cubría de mala manera con una bufanda amarilla empapada de sangre. Los policías, previendo un linchamiento, sacaron las armas de dotación, levantaron del piso al agresor y lo subieron a la patrulla. A Don Jacinto, le dijeron que pasara por la comisaría para que colocara la denuncia.
El comerciante estuvo varios minutos respondiendo las preguntas de los curiosos. Mi mente se llenó de certezas sin fundamento, aunque lógicas para una cabeza como la mía que trabaja a reacción: el poeta idiota quiso cumplir su palabra asesinando al usurero, el gordo Hermida se defendió y apuñaló a su agresor. Quedó mal herido y victimizado por partida doble el creador de versos y ropas a la medida; ya no sólo debía plata, ahora era responsable de atentar contra una vida y tendría que pagar sus dos obligaciones en la cárcel.
Afortunadamente me equivoqué. Quien me sacó  de la duda fue el propio Jacinto. Se acercó y me dijo con tono imponente:
-¡Vaya loco el que resultó ser su camarada! Ojalá usté no tenga las mismas mañas.
-¿A qué se refiere?
-El tipo vino y dijo hasta de qué me iba a morir. Me trató de ladrón, de buitre. Cogió las tijeras y comenzó a mocharse los dedos de la mano izquierda-simuló el movimiento-. Y continuó:- luego, amenazó con quitarse la mano completa porque ya no necesitaba mi plata pa` comprarse anillos, colgandejos, ni las “huevonadas” que le gustaban. ¡Un chiflado de mierda el pendejo ese…! Me abrazó, gritó que me quería, que gracias a mí había descubierto sus debilidades… Me volvió una nada la camisa… Juicioso conmigo, comunista hijueputa… Usté sabe que ando armado… Pórtese finito, ¿oyó, marica?
Pasé por la estación y solicité hablar con el poeta. Pese a su petulancia inicial, el tenientico a cargo de la estación, un niño recién salido de la escuela de cadetes, me permitió la visita. “Trate de no encabronar a esta “joyita”. Creo que no va para la cárcel sino pa`l manicomio… Tiene cinco minutos.” Una vez dijo esto, desapareció.
Una enfermera suturaba de mala manera los muñones que sangraban aún. Los ojos del poeta aparecieron lúcidos, brillantes,  en medio de la celda gris. Una alegría que jamás le conocí  llenaba su rostro. Pidió que me acercara a la cama. Temeroso, cumplí su orden.
-Ya di el primer paso, amigo. Quitándome las necesidades del espíritu me libré de ese remedio de sumisión que es peor que la enfermedad.
-¿No se da cuenta que se mutiló? No me crea pendejo, hermano.
-Me quité los dedos, la fuente de mi desdicha. Por los dedos y sus lujos me endeudé con la rata  de Hermida. Aguanté hambre por pagar los anillos, las pulseras, hombre… No compré casa, no viajé, puse a comer mierda de la buena a mi familia por tener oro en las manos. Ahora que no hay dedos no habrá préstamos… Si todos hacemos lo mismo, le acabamos esa teta al usurero, lo quebramos. ¿No le parece lógico?
El amanecer me cogió más sobrio que una monja. Decidí ir al restaurante de Doña Tránsito, a ver si me vendía una cerveza para bajar el estupor; era el único negocio que a esa hora estaba abierto en el pueblo. La mesera no me puso atención, dejó una Pilsen fría sobre la mesa y continuó absorta leyendo un aviso publicitario del periódico que acababan de traer desde Tunja.
-Póngale cuidado-dijo a su compañera que doblaba servilletas de papel junto al mesón- : ¡ iphone 6 por dos millones de pesos…! Le voy a decir al viejo Hermida que me los preste…
-¿Pero luego no le iba a pedir lo de la matrícula del colegio de la Leidy?
-¡Achh! Eso no tiene nada, amiga… A la “china” la pongo en la escuela municipal que`s gratis y si se puede, el año entrante la paso a privao.
-Pero es que el viejo le cobra al veinte, mija… Se queda empeñada un “montonón” de tiempo…
-Eso no tienen nada. De vez en cuando hay que darse un gustico, amiga…
-Bueno, usté verá… Después no se esté quejando.

-Sí, yo veré… A ver si se aguanta a pedírmelo prestaó pa` chatear con  su Vídtor.

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