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domingo, 27 de mayo de 2012

ÁNGEL Y SU ABUELA...


*ÁNGEL Y SU ABUELA
Escrito por: Camilo Etna


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Lo más preciado que poseemos los hombres, creo yo, son los recuerdos. No soy autoridad en temas tan complejos, siendo optimista, mis talentos pueden contarse con los dedos de la mano izquierda, la más cercana al corazón, me dijo alguna vez Marcela, mi novia de la secundaria. Espero no generar expectativas desproporcionadas o falsas. A los treinta y siete años, debo confesar que no soy una persona confiada, espero pocas cosas de la gente y me es difícil terminar sorprendido con los milagros ajenos.

Pero es un grupo minúsculo de esta misma gente y su desprecio constante a doblegar lo bueno de sí, la que le da un buen par de bofetadas a mi inocencia pragmática para que despierte. Sus actos generosos se agazapan en rincones insólitos del mundo y cuando menos lo espero, saltan sobre mi desazón y le clavan los colmillos, inoculan en mi torrente sanguíneo dosis espaciadas de fe, tan necesaria y escasa en estos tiempos de ruido excesivo.

Hace un par de años, dos seres le dieron motivos certeros de esperanza a mi alma que comenzaba a desfallecer a causa de una ceguera consciente, la más cruel de todas. Dos seres, un autobús, el cielo que negó cerrarse sobre un acto generoso del cual fui testigo exclusivo. Tantas cosas sucediendo en un momento señalado por la pasmosa febrilidad de las rutinas.

Mi jefe ha sido reacio siempre a que viaje por carretera cuando debo ir a hacer las auditorias financieras de las sucursales comerciales de la empresa. Me tildó de maniático cuando, argumentando una fobia severa a volar, compré los pasajes a Santa María, la segunda ciudad del país, donde los números del negocio eran más rojos que Stalin.

-¡Jodes mucho, Bejarano! Vas a gastar diez veces menos tiempo si tomas un avión hasta Santa María. Puedes ser un genio con los números, pero nada práctico, muchacho-dijo jocosamente, cerrando el tema, ya que el presidente de la compañía lo esperaba en la recepción del edificio para la reunión semanal de comité-Partido de golf de los jueves, aquí entre nosotros-

Me salí con la mía desde ese día, aunque lo de la fobia no es del todo mentira. No es que piense que el avión se estrellará contra una montaña y lo único por lo que identificarán mi cadáver será el reloj con caja y pulsera de titanio que promociona una figura del deporte extremo y yo adquirí para darle  gusto al adolescente que nunca pude ser. ¡NO! Los aviones, según mi modesta opinión, quitan ingredientes a las cosas, alteran la percepción del mundo, te sesgan. El autobús, por el contrario, te permite ser tú, disfrutar de lo tuyo en una reunión de desconocidos en la que el paisaje te salva de sentirte total y criminalmente encerrado. En ese entorno de cristales grandes, metal, tierra y verde, te confortas analizando pensamientos, leyendo escritos prohibidos para neoliberales, inventas historias para el compañero de silla mientras duerme feliz con la boca abierta. Es el verdadero sentido de libertad momentánea, su expresión sin máscara, teniendo en cuenta mis circunstancias.

Los autobuses son perfectos para la poca rudeza de mis planes. Ese tiempo muerto entre el punto A y el punto B, que debido a la infraestructura deficiente de este país pude ser H, M, Z, =, ó 6, lo utilizó para sentirme escrupuloso en la inspección de pormenores diversos: la comodidad del vehículo, el hecho de ser simple observador cuyas opiniones carecen de relevancia, los paisajes que ofrece esta tierra loca y mágica en lo que vivo y a la que ni siquiera las decisiones estúpidas de los políticos de carrera han podido destruir (hasta en eso son ineptos, los malditos). El plasma  asume texturas precisas cuando el conductor pisa el acelerador. Todo el que hace parte de la “burbuja” con ruedas, disfruta con la sensación primaria del movimiento. La gente vive su cotidianidad a orillas de la carretera y no les importa mucho que aquellos que vamos resguardados por el aire acondicionado, nos preguntemos quiénes son o porqué hacen tal o cuál cosa. ¡Vive y deja vivir! Ese parece ser el acuerdo tácito.

Como es lógico, todo paraíso tiene, según algunas percepciones, “manzanas podridas” o magulladas al menos, que ponen en la palestra de las conclusiones, una brutal y refrescante que en mi caso, impera: la perfección agota las posibilidades de la belleza. Cuando fui niño (porque lo fui, ¡eh!) y viajaba con mis viejos de vacaciones, las travesías por carretera eran verdaderos rituales de hermandad: rancheras estridentes que fusilaban bocinas y eran cantadas a pulmón por los pasajeros, conversaciones entrañables con el desconocido compañero de silla y hasta copas oscilantes de aguardiente engalanaban la ceremonia anarquista de irse de paseo.

Todo ahora es demasiado aséptico para mi gusto: las personas se enchufan a sus dispositivos electrónicos apenas abordan el autobús y desenchufan su cerebro embotado de información, minutos antes de que el viaje finalice. No sé ustedes, pero creo firmemente que el progreso, aunque esencial,  definitivo y urgente, malogra la calidad de las cosas sencillas. Por eso, sólo por eso, el valor del acto que me permitiré contar después de este preámbulo necesario, dignifica lo que somos como especie hecha para soñar y cumplir sueños, por lo generoso y valiente que fue y es todavía.

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“Nieve de Primavera” de Yukio Mishima, el libro que me regaló de cumpleaños mi hermano Martín, debía esperar para ser leído. Llegué a la puerta de la empresa de buses, en la terminal,  a eso de las siete y dos de la mañana. Tras el regaño (velado tras una hermosa sonrisa de comercial de pasta dental) que me propinó  la encargada de abordaje, subí escoltado por la mirada de desaprobación de una veintena de cabezas uncidas por sendos pares de audífonos. -“¡Canallas!”-Pensé,- “Ni siquiera descuidan sus llamadas por celular el día en que me crucificarán…”-Así de “cálido” empezó el viaje que nunca podré olvidar.

Tras varios minutos de agonía en los que intenté acomodarme en mi lugar y lo conseguí con sudor, lágrimas y golpes de morral no intencionados a algunos de los pasajeros, inicié mi acostumbrada revisión a los compañeros de viaje. Me acomodé en el asiento dieciséis, mitad del autobús, lugar estratégico para cualquier observador. Delante de mí, explayado en los puestos once y doce, un hombre corpulento sacaba de su funda una computadora portátil, de los amplios bolsillos del gabán varios teléfonos móviles, tres bolsas gigantescas de frituras reemplazaban al incómodo vecino de silla (no exagero, eran monumentales) y varios catálogos con ofertas de aparatos electrónicos, tapizaban los restantes espacios que le correspondieron en suerte.

Lo observé perplejo por algunos minutos. Era un tótem parsimonioso metido en un cielo que no fue construido para un ser de su envergadura. Cuando notó que lo miraba con morbosa curiosidad, soltó una sonrisita bobalicona  e irguió  con maestría, casi con ternura, el dedo medio de su mano izquierda.
-Mensaje recibido…-balbucee, derrotado.

“Un viaje rutinario” concluí, sin mucho ánimo. Levanté la mirada y empecé a etiquetar a algunos de los viajantes según su ubicación y características destacadas:

Puesto dos: una mujer madura usaba artes de malabarismo para maquillarse sin error mientras el autobús evadía algunos baches.

Puestos siete y ocho: una pareja de enamorados se devoraba a besos (y quién sabe que más pasaba bajo la chaqueta que les cubría tórax y extremidades).

Última hilera del autobús: un grupo de muchachos de ambos sexos hacían aspavientos “nada graciosos” y renegaban al mismo tiempo por la suspensión de dos semanas y nota desaprobatoria en matemáticas y otras materias no definidas, que les impuso el prefecto de disciplina del colegio. Con palabras soeces se referían al mentado funcionario (Leve olor a cigarrillo. Fue imposible lograr una verificación).

Puesto catorce: ¡Uyuyuii! ¿Dónde estuviste toda mi vida…? Una rubia con excelentes razones para hacer pecar a cualquiera, se deleitaba con el paisaje y traicionera, buscó los ojos que la observan y le producían escozor en el cuello. Se estrelló de frente con mi cara de idiota. ¡Vaya sorpresa!
Además del sonrojo, tampoco pude esconder pertinentemente mi panza, ni mi facinerosa e incipiente calvicie. Como el genio a prueba que soy, le solté mi saludo instintivo: levanté de mala forma la mano y moví los dedos de manera hipnótica (Es un hecho. ¡Soy un fracasado!)
Ella me miró con descaro, hizo palpable su superioridad, sabía que me tenía en el punto en que creí deberle algo. Olvidó el bochorno que le produjo mi indiscreción y se sumergió en los secretos de su cartera. Por instinto de supervivencia, tomé el libro que me regalo Martín y empecé a hojearlo sin mirar, buscando minimizar los efectos de aquella derrota contundente. Suicida, la volví a mirar… Ella me miró. Sus párpados a medio cerrar, sardónicos,  enviaron un mensaje cifrado que terminó por decretar el nocaut cuando la interpretación del lenguaje no verbal ganó espacio a mi obtusa esperanza:
-Tiene retraso mental. Es un hecho-    ¡Sin palabras….!

Puestos nueve y diez: una señora mayor y un niño. El chico estaba absorto, leyéndole a la mujer en voz alta. Ella prestaba atención a las palabras mientras su mirada se disipaba entre las montañas que la ventanilla no se esforzaba en ocultar. La entereza de nuestra estirpe en medio de un océano de trivialidad.

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“-¡…Ya habrá estado bañándose en el río!
La tía Polly miró a Tom con suspicacia.
-¿Es verdad eso?-preguntó.
-¡No, tía!-exclamó el chico, con aire ofendido…”

La señora no pudo contener una sincera carcajada. El niño pasó su mano sobre la de ella, imponiendo orden y continuó con la lectura. Un frío haz de energía cruzó mi espalda. Conmovido hasta los huesos, volví a ser, por unos segundos gustosos, el muchachito de once años al que la profesora Ligia León,  le obsequió “Las aventuras de Tom Sawyer”, en la clausura del grado quinto de primaria. El niño leía el primer libro que décadas antes, me abrió el mundo de la literatura. Un milagro que buscaba desde que le mentí a mi jefe, se materializaba de la forma más extraña. Mi atención no se separó de ellos ni un instante. Los pasajeros de los puestos nueve y diez eran lo único importante.

El niño leía en forma desaforada. Su voz nítida rompía la monotonía impuesta por el ruido del motor. La señora, de vez en cuando, le pasaba una botella de jugo para que se refrescara. Mientras el bebía, la señora describía minuciosa  detalles de los lugares por donde transitaba el autobús: cielo, colores, intensidad de la luz, número de vacas… La rubia, sádica y hermosa, trataba de adivinar porqué decliné la imposición de seguir adorándola. Movía las manos, se quitaba y colocaba la chaqueta, llamaba mi atención, pero este siervo estaba felizmente extasiado con la camaradería de esos dos seres de maravilla. Sin saberlo, eran redentores de mi espíritu, emparentado con la voracidad del infierno.

-Paramos en Portobello. Quienes necesiten comer algo o estirar las piernas, es su oportunidad. Nos demoraremos veinte minutos-dijo el conductor a través del megáfono.

La señora retiró el libro del regazo del niño. Él, estiró los brazos para quitarse la tensión muscular. Guardé el libro, que ni siquiera había empezado, en mi mochila y me preparé para bajar. Eran las doce del día. Íbamos un poco atrasados, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentía el acoso de la ansiedad o el fastidioso cansancio por las horas de viaje. Traté de mirar los rostros del niño y la señora mientras caminaba por el pasillo del autobús, pero ella se inclinó a colocarle una gorra roja al niño que gimoteo exasperado.

Me dirigí al kiosco y compré gaseosa y emparedados. Busqué un lugar en la vereda para sentarme… La sorpresa al encontrarme de frente con lo que esta odisea tenía para ofrecerme, sólo permitió que mis manos se abrieran para soltar lo que las distraía.

El niño desplegó su bastón, buscó  la seguridad del brazo de la señora y se encaminaron hasta donde yo me encontraba. Pidieron dulces, emparedados de pavo y dos botellas de té. Una sonrisa llenaba aquella cara pecosa y  sonrosada por el sol. La señora le dijo algo al oído y el niño no quiso contener una sonora carcajada que constriñó sus facciones. Después de pagar, se sentaron en una piedra y procedieron a comer en silencio.

Siempre he tenido aversión por el color que invade los ojos de los ciegos de nacimiento. Un coágulo lechoso y encarnado les coarta el sentido más urgente e importante, según mi austera opinión. Los del chico, pese a tener esta misma condición, eran vivaces y violetas, tenían profundidad; pese al frenesí de movimientos involuntarios, escrutaban las cosa que el sonido delataba. No sé si puedan entenderme.

No pude quitarles la mirada, me parecían y aún me parecen, mágicos representantes de una sabiduría primaria, radical, instintiva.  Venciendo la apatía, que tantas buenas oportunidades me hizo perder, me acerqué y fui sincero, por primera vez en mucho tiempo, respecto a mis pensamientos y la impresión que los dos me causaron. La señora, me miró sin recelo, sonrió y me presentó al niño, que tuvo una actitud similar hacia mí.

-¿Cómo te llamas, niño?-pregunté para romper el hielo.

-Ángel Bula, me llamo…

-¡Vaya coincidencia!-interrumpí-mi padre también se llama Ángel. Miguel Ángel  Bejarano Rosas.

-¿Vives con él?-me interrogó.

-Hace mucho que no lo veo, Ángel. Yo vivo en la capital y la casa de él está en Junín, un pueblito cercano a Santa María. Es triste que nunca tenga tiempo para visitarlo-dije.

-A mí me pasa lo mismo. Vivo con mi papá en la misma casa, pero hace mucho que no lo veo-dijo antes de que la carcajada volviera a llenarle la cara.

Aprendió a leer en el instituto para ciegos, donde vivió por tres años. Su maestro de alfabeto Braille le regaló el libro de Tom Sawyer, que le leía a su abuela cada vez que podía. Eso me lo contó con alegría palpable.

- Unas siete veces. A la abuela le gusta mucho. Dice que Tom, le recuerda a mi padre cuando era chico- contestó cuando le pregunté cuántas veces lo había leído.

El conductor hizo sonar la bocina, avisando, como era debido, que reiniciaba el viaje. La señora Rosalía, así me dijo Ángel, que se llamaba su abuela, me miró con compasión, pero no con lástima. En el trayecto que nos separaba del autobús me reveló más de la vida de lo que había aprendido mal y a las patadas por treinta y siete años.

-No ha hecho sino mirarnos todo el camino, señor Bejarano. ¿Le parecemos raros?

Sonrojado negué con la cabeza. Ella siguió hablando.

-Angelito, es un niño bueno al que no sé quién le puso las cosas más difíciles. Sus ojos son un accidente, nada más. ¿Quiere saber porqué me lee tantos libros? Yo nunca aprendí a hacerlo, señor. No sé leer. Pero soy curiosa, me gustan las historias de otras personas, de otros países y tiempos, la facilidad  que tiene mi nieto para contarlas. Por si no lo ha notado aún, Ángel, es muy inteligente, noble. Me dice que no se siente mal por ser ciego… Que uno no puede extrañar lo que no ha tenido jamás…El niño me cuenta sus libros y yo le cuento como son las cosas que no puede ver. Ayudarlo a imaginar, es lo único que una persona como yo puede hacer por una persona como él, señor Bejarano-

El corazón me dolió al escucharla. Por decima tercera vez en el día, comprobaba que era un asno lleno de prejuicios, un amargado. Ellos dos, tan distintos y cercanos, entendían mejor los secretos del mundo. Eran generosos. La tristeza invadió mi alma. Para que no lo notara, seguí interrogándola:

-Señora Rosalía. ¿Qué espera de Ángel?

Sorprendida, miró al niño con ternura. Sabía que él esperaba escuchar la respuesta.

- Que aproveche lo mucho que la vida le ha brindado, señor. Tiene talentos, es honesto. No puede ver con los ojos, es una ventaja que lo protege de los prejuicios. Ángel y yo nos suplimos las carencias. En este mundo hay mucha gente a la que le faltan cosas y sensaciones. Está entrenado. Jamás estará solo.

Subimos al autobús y cada quien ocupó sus lugares. Alguna fibra interior debió sufrir un fuerte tirón, porque apenas toqué la silla y me sentí cómodo, el sueño se apoderó de mí. Me desperté a unos kilómetros de la estación de autobuses de Santa María. Los busqué por cada uno de los puestos y ya no estaban. ”Se bajaron en un puesto intermedio cerca de Alto Bolívar...”  confirmó el conductor, algo aturdido por la insistencia de mis preguntas.

No pude sacarlos de mi mente ese día, aún hoy cuando viajo en autobús y saco de la mochila mi acostumbrado libro (mi vicio y placer sin culpa), ellos aparecen como la encarnación de una clase especial de pureza. En la noche, cuando llegué a Junín, a visitar después de tres años a mi padre, en el calor de la tercera botella de whisky, el viejo me acarició el rostro como nunca lo había hecho.

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