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domingo, 27 de mayo de 2012

CHAPINERO...


CHAPINERO
(Homenaje a Color local de Truman Capote)
ANDREA SALGADO

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Chapín es una especie de zapato perdido en la memoria bogotana; hoy en día no es más que el prefijo de Chapinero, uno de los barrios más famosos de la capital colombiana. Nunca he visto un par de chapines pero quiero creer que son los zuecos escarchados y de plataforma, con los que la Frankenstein, travesti enfiestada, taconea orgullosa sus excesos, la noche de sábado en la entrada del Theatron.

Ella y nadie más que ella serviría para representar el espíritu del barrio. Chapinero dejaría de autodenominarse pretenciosamente Gay Hills, se identificaría con su nombre verdadero y podría comenzar a escribir la historia, la verdadera historia del más grande conglomerado de maricas en Colombia. Uno que de la misma manera que los hipotéticos chapines de la Frankestein, es mundano, exagerado y visceral, y no la clonada decoración de un cartucho blanco y solitario en un florero que simula ser tubo de ensayo, y que se entiende como el buen gusto de la loca yuppy colombiana.

Sin embargo, como los diálogos de paz, la igualdad entre todos los maricas y lesbianas del mundo sin importar su peinado, número de neuronas funcionales y capacidad de distribución del rímel, esto tiende  a tornarse en un discurso que nada tiene que ver con el barrio.  Así que volvamos…..

Chapinero está clara y desigualmente dividido en dos por la frontera invisible de la carrera Séptima. Hacia el occidente se encuentran tres de las más importantes arterias del transporte público, el comercio y la contaminación. Si el segmento occidental de este barrio fuera un mundo para conquistar en un juego de rol, sería necesario adquirir el poder del serpenteo y la evasión. Para llegar a la entrada de cualquiera de los locales comerciales es necesario mutar en cucaracha y aprovechar cualquier hendija para escapar del rebusque: los vendedores callejeros anunciando como disco rayado sus productos; indigentes envueltos en mugrosas cobijas, inhalando pegante de una botella, pidiendo plata; las ratas roba carteras de siempre, los limosneros tuertos o amputados o viejos, y si el destino del día es la oscuridad, de aquel hombre con volcanes activos de pus en la cara que se recuesta contra la pared lateral del CADE como una plaga bíblica.

En la parte baja de Chapinero cuando el tráfico disminuye, el comercio cierra sus puertas y el rebusque cumple con sus 8 horas hábiles, el mundo de la noche gay despierta, y entonces los habitantes de Chapinero Alto, la mitad oriental, el sector residencial enclavado en los cerros, habitado por muchos maricas y lesbianas de la clases menos desfavorecidas (sus ingresos también tambalean con la horca al cuello en una silla destartalada, pero en comparación con los pobres están menos jodidos), salen alegres y perfumados de sus apartamentos minimalistas, saludan a los compañeros de fiesta sin sospechosos ni excesivos manoseos, cruzan la Séptima, bajan por la 57, encuentran la línea eterna de Theatron, aflojan el cuerpo con los beats techno que se filtran por la puerta, se dejan ahora sí saludar de beso por los que van llegando, respiran la noche, ven llegar a La Frankestein, imponente y demasiado larga, hacen un leve gesto de disgusto y cuchillean entre ellos sobre la inconveniencia de permitir la entrada de semejante adefesio a un lugar respetable, que si carajo ya se nos va a volver este sitio un chochal lleno de locas regando pinzas por todos lados.

Una nueva forma de interpretar el realismo mágico: la capacidad innata colombiana de diseñar paraísos excluyentes en medio de la mierda.

El Paso, Texas
(2006)

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