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lunes, 25 de julio de 2016

EL ECLIPSE DEL 98

EL ECLIPSE DEL 98




RAFAEL AGUIRRE. Nació en Medellín. Ha publicado cuentos y ensayos en libros, revistas y periódicos. Entre otras distinciones, fue finalista del Premio Nacional de Cuento 1998 de Min cultura. Actualmente prepara un segundo volumen de cuentos y dos novelas. Es psicólogo, educador y actualmente miembro del consejo editorial de la revista Rampa.



“Amigo Escorpión, hoy es un día muy especial para usted, la interposición de la luna entre el sol y la tierra, formando en nuestro planeta una franja de oscuridad casi total, le traerá energía en abundancia y nuevos bríos a su espíritu. Atienda los consejos de la persona más cercana a usted y buena suerte”.


Era la voz del astrólogo en el programa para noctámbulos, trasmitiendo desde la capital notas de farándula, noticias, datos curiosos y algo de música. Pero a medida que avanzaba la madrugada, las ondas hertzianas se esfumaban en ruidazales electrónicos y entonces, también ellas lo abandonaban. El pequeño radio de pilas y un periódico de cada ocho días eran su único contacto con el mundo exterior y hasta le servían de calendario. Completaba, según sus cuentas, 22 días de cautiverio sin conocer el nombre del sujeto que le habían asignado como guardia. Desde muy temprano se atrevió a hablarle: “Señor… mi nombre es Fortunato Díez, ¿cómo se llama usted?” Él dio una respuesta que hacía honor a su apodo: “Me llaman Carepalo. Es mi nombre de batalla y punto”. Esa madrugada del 26 de febrero de 1998, cuando la radio transmitía datos pertinentes al evento cósmico, Carepalo le increpó desde el otro lado de la reja: ¡¡ey!, póngale más volumen a esa vaina…” y así lo hizo el prisionero, interpretándolo como un asomo de sensibilidad de su carcelero. De un periódico dominical que le trajeron a su celda, aprendió de memoria los pormenores del suceso celeste. Se sintió el ser más desgraciado al no poder gozar, junto a su familia, de la efemérides astronómica. Sin embargo, un asomo de regocijo lo embargó cuando notó que su cancerbero también leía el periódico abstraído en los datos técnicos del fenómeno, y miraba al cielo probándose unas gafitas para observar eclipses. Desde entonces, analizó cada uno de sus gestos y llegó a percibirlo como una extensión de sus ojos hacia el exterior. ¡Dios mío! Si se emociona con las maravillas de la naturaleza, entonces Carepalo tiene corazón, pensó. No puede ser tan mala una persona que mira al cielo. Parece asombrarse un poco por su manera inusual de levantar las cejas, arrugar el entrecejo y tocarse el mentón. No hay duda, tiene capacidad de meditación, está ansioso y no quiere perderse ningún detalle del eclipse. Carepalo siente emociones, concluyó percibiendo posibilidades de diálogo, destellos de esperanza y luces de libertad. Había leído que ese día la luna ocultaría por completo al disco solar, produciendo  un cono de oscuridad total a lo largo de una franja que en promedio tendría 140 kilómetros de ancho. Entonces, a juzgar por el interés que Carepalo mostraba al respecto, tuvo la certeza de que su confinamiento se encontraba en dicha franja. —Amigo, ¿sabía usted que Cristóbal Colón salvó su vida por un eclipse? —le pregunto al carcelero. — ¿Y cómo fue eso? —contestó él muy interesado. —Resulta que en uno de sus viajes perdió sus víveres y el agua dulce que llevaba —le explicó notándolo receptivo—. Entonces acudió a los indios del Caribe en busca de ayuda, ellos se la negaron. Como era un excelente observador del cielo, utilizó su saber y los amenazó con que esa misma noche la luna se teñiría de sangre. Así ocurrió, pues se trataba de un eclipse de luna, y ellos muy asustados le dieron todo cuanto pidió. — ¿Y cómo es un eclipse de luna? —preguntó Carepalo con curiosidad. —Es casi lo mismo, sólo que esta vez la tierra le tapa el sol a la luna, y se da en noches de plenilunio. —En realidad no le entiendo mucho. En cuanto a la historia de Cristóbal Colón, ni crea que a usted le va a pasar lo mismo. Unas horas después, Fortunato Díez relataría a sus amigos aquella noche de 3 minutos y 58 segundos, la manera como fue plagiado, desde el momento en que unos hombres armados lo abordaron cuando venía de vender unas vacas en el pueblo: “Esto es un secuestro. Manéjese bien y nada le pasará”, le dijo uno de los plagiarios. Lo subieron a un campero, lo amordazaron, lo maniataron, le vendaron los ojos y entonces se sintió como una de las pepitas del inmenso cascabel en que se le había convertido el mundo. Luego de cinco horas de carretera le destaparon los ojos, le desamarraron las piernas y lo obligaron a caminar durante tres horas por terreno boscoso hasta llegar a un rancho camuflado entre el follaje, y allí lo tumbaron en un cuchitril de 2,50 por 3 metros. El día del eclipse, Carepalo se mostró ansioso y muy interesado en las notas que la prensa y la radio daban sobre el acontecimiento. Serían las 11 y 20 minutos de la mañana cuando, mirando por las gafitas especiales, dijo “¡mierda! La luna ya empezó a morder el sol” y yo desde mi prisión le pregunté, “¿por qué lado?”, y él me respondió, “por el occidente y parece una almendra de higuerilla”. Guardó silencio y al cabo de un buen rato añadió: “ahora el sol se parece a los cachos de una vaca”, fue entonces cuando desde mi encierro noté que realmente oscurecía y hacía frío. Empezó a describirme los hechos como si se compadeciera de mi falta de espacio y de campo abierto para ver lo que él veía: “Parecen las 6 y media de la tarde pero con un cierto color de mandarina”, me decía emocionado. “Ahí va un montón de pájaros asustados. Los cogió la noche a destiempo. Don Fortunato, escuche… Los grillos ya empezaron a chillar. Y es verdad que en el suelo se reflejan pequeñas medialunas”. Por primera vez se refería a mí con el “don” y me sonó tan amistoso, que ya no lo veía como a un criminal. Yo no podía mirar más que un pedazo del bosque a través de las rejas y el perfil de su rostro anonadado por la oscuridad que se aproximaba. De pronto el bosque se llenó de murmullos nocturnos. Sentí la necesidad de arroparme con una sábana y empecé a temblar, no sé si de frío o por la perturbación de no poder mirar en libertad el último eclipse de siglo en mi terruño. Entonces también empecé a llorar. “Carepalo, ¿qué ves ahora?”, le pregunté distinguiendo su bulto que miraba hacia arriba y me daba la espalda. Él me respondió: “por favor no me hable, no tengo palabras para describir lo que veo”. El día se había ido en una oscuridad aplastante. Me incliné para tratar de observar el poco cielo que podía llegar a mis ojos, y  por entre las ramas de los árboles, hacia el occidente, alcancé a ver una estrella. Era Venus, el mismo lucero que en las madrugadas veía aparecer a través de una hendidura por donde llegaban a mi celda los primeros rayos del sol, tan sutiles, que a veces los consideraba como una bendición de las Alturas. Entonces le dije a Carepalo: “Yo no puedo ver nada, pero le confieso que tampoco tengo palabras para describir lo que siento”. Sería la media noche de esa noche de un suspiro, cuando escuché a Carepalo que en tono grave y la voz quebrada dijo: “Es como una bendición de Dios… Sólo que esta vez se puede distinguir la inmensa sombra de su mano”. Me pareció que levantaba los brazos al cielo y susurraba algo como hablándole al Creador. A mi celda había entrado una luciérnaga. Afuera, el bosque murmuraba en currucutúes, guacharacas, aleteos y ruidos de alimañas entre la hojarasca. Hasta que una luz ambarina empezó a penetrar de nuevo por los ramajes. El trino de los pájaros completó el cuadro de otro amanecer. Esta vez el día volvía más rápido y me olvidé de la opresión mañanera de otra jornada de incertidumbre. Por más de media hora Carepalo estuvo de pies dándome la espalda y mirando hacia el suelo. Confieso que sentí lástima por aquel pobre diablo cumpliendo con la misión de no dejarme escapar. Sin mirarme a la cara dijo: “Don Fortunato, en el suelo, a un lado de la reja encuentra las llaves de su celda. Después de lo que vi, siento que no puedo ser el mismo. Le aconsejo que espere a la noche, coja por el camino junto al río y preséntese en el primer caserío que encuentre. Es su libertad y también la mía”. Atardeció, oscureció y amaneció dos veces en el mismo día. Jamás olvidaré aquella noche. Quizá tampoco la olviden mis nietos cuando se las cuente con palabras que nunca desatarán ese nudo imposible de sentimientos: entre terrible y maravilloso, cruel y humano, miserable y grandioso: puro discurso de Dios escrito en la naturaleza. En cuanto a él, vi cuando se hundió en el bosque como un niño entre las fundas de su madre y desde allí, sin poderlo ver, me gritó: “¡Ah, y mi nombre es Juvenal Fonnegra. Adiós don Fortunato!” No volví a saber de él. Y fui libre como la luz que renació de aquella oscuridad que me salvó.


De Las tentaciones de Tánatos. Fondo Editorial Universidad Eafit. Colección Antorcha y Daga. Medellín, 2006.

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