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lunes, 15 de agosto de 2016

LOS ESPECTROS DE LEPANTO



LOS ESPECTROS DE LEPANTO
Por: JAVIER BARRERA LUGO
“Con todo mi poder perseguiré a los herejes y les haré la guerra.”
Juramento de los obispos de la Iglesia Católica Romana.




1.
La búsqueda comenzó entrada la noche. Cuatro soldados por cada ciego, fueron los encargados de ubicarlos en los claros del bosque para dejarlos explorar cuando el Capitán Garmendia impartiera la orden; sin embargo, antes de lanzarlos a la cacería describieron los detalles del terreno que alcanzaron a percibir entre tinieblas, revelaron obstáculos, posibles rutas de avanzada, les dieron agua, comida y hasta colgaron en sus  cuellos las campanillas de bronce con las que debían avisar a la tropa el lugar donde la presa estaba escondida.
       Lazarillos y sabuesos apenas se dirigieron la palabra durante el tiempo que estuvieron juntos; eso sí, se tantearon, intuyeron las pequeñas variaciones del aire como actos capitales a punto de materializarse. Analizaron con alguno de sus seis sentidos los eventos mínimos que las corazonadas juzgaron como pistas irrefutables. El ambiente se cargó con energías siniestras que erizaron pelos y vivificaron los temores en las mentes agoreras de los militares.
       Los ciegos, entrenados para descartar cualquier estímulo que no obedeciera  la naturaleza de su encargo, alzaron al unísono las cabezas cuando algo pareció no encajar o lució perfecto en demasía. Todo terminó por ser susceptible de sospecha en sus sentidos, el mínimo cambio en la densidad del aire llamó su atención, cada espacio que caminaron desde su llegada al bosque lo revisaron escrupulosos. “Perros de presa lúgubres,” así los tildaron los soldados el primer día que los vieron ensayar para la obra macabra en la que fueron unos títeres con alto protagonismo.
       El aroma de cada cosa viva o muerta en aquella naturaleza pasó por sus narices y se incrustó en el azul de la clarividencia con la que nacieron y el Maese potenció. El calor, sus radiaciones oscilantes, tomaron forma en aquellos instintos activados; tiró el anzuelo y los condujo hasta el corazón pecador  que destilaba en su madriguera sangre espesa, a la fragilidad del cuerpo jadeante tendido sobre la hierba, al terror de una mujer que intentó engañar a unos adversarios desconocidos que fueron curtidos en el poderoso arte de moverse entre sombras.
       Inició la persecución. El Capitán Garmendia movió una antorcha de arriba abajo y clavó su mirada en el cielo opaco buscando el apoyo de sus santos preferidos. Los soldados  replegaron líneas, cubrieron flancos previendo el ataque de un rival etéreo. Sus armas se volvieron fetiches que les restituyeron migajas de la seguridad que una pandilla de ciegos y su botín hicieron trizas. Cada hombre abrazó su mosquete como si fuese el trozo de madera que aparece flotando  junto al náufrago que se creyó condenado.
       Los “perros lúgubres” siguieron tenues pistas, manifestaciones casi invisibles que afectaron el orden de las cosas: una exhalación apenas perceptible justo al lado de un matorral, el crujido de las hojas secas, corrientes de viento cargadas con el fermento denso de la transpiración ajena. Todos esos indicios que en la arbitrariedad terminaron por unirse, los condujeron a las fauces de la enemiga hecha súcubo, a la brutalidad de sus fechorías en contra de Dios y sus hijos virtuosos. Estaba cerca, la sintieron observándolos.
       “Las palabras de Dibós, eran ciertas,” pensó uno de los ciegos, y evocó la instrucción final dada por su Maese antes de que salieran a cazar: “Si distinguen movimientos en sus propias tinieblas, si las súplicas tienen eco en las necesidades que por vergüenza no confiesan, habrán dado con la enemiga del hombre. Si esas mismas palabras están acompañadas de olores propios de muerte, aromas azufrados o metálicos tufos que irriten las membranas de sus ojos blanqueados, habrán dado con la súbdita del caos, la mismísima concubina del demonio, padre vil de avaros, amante de meretrices y hechiceras que no tendrá compasión para entrar en sus deseos hasta llevarlos a pecar, hijos míos. Los tentará y descuartizará una vez relajen la guardia; cargará sus sueños de lujuria, la pesada cadena que amarrará sus almas a las columnas del averno. ¡Ayúdenme en la captura de esta enemiga si consideran que la vida eterna tiene algún valor!”
       A La calma sin excusas. Los hombres de guerra aquella noche de persecución le temieron a eso. Los ciegos se internaron en la oscuridad vegetal y ninguno de los soldados volvió a tener noticias ciertas. Sus pasos, sus ruidos mínimos, se borraron; aquellos seres perdieron la carnalidad, se hicieron simples referencias carentes de índole. Ni huellas o frondas moviéndose, nada delató su existencia. Durante unas horas los lazarillos se volvieron figuras decorativas cargadas de armamento, y los ciegos, amos en ese mundo común que con su ausencia de claridad rindió homenaje al arte de la resignación. El sudor, contrastado con la escasa luz surtida por las antorchas,  desnudó las caras aterradas de los soldados. Por recato ninguno fue capaz de mirar a su compañero, el riesgo de tener una expresión peor a la del hombre que se consumía de miedo a su lado les provocó vergüenza.
-No eran exageradas las razones de Dibós. El diablo está presente esta noche-murmuró el Capitán Garmendia para nadie. La tropa, mecánicamente, respaldó su concepto asintiendo sin chistar.
       Las miradas recorrieron los tonos azabaches del horizonte como reclamándole a la Providencia un lucero, la aparición de una chispa que hiciera menos compacta aquella pared forrada de acertijos. La tropa empezó a impacientarse, algunos hasta dejaron escapar un gimoteo. El Capitán no tuvo más remedio que repartir bofetadas a diestra y siniestra tratando de mantener la cordura de la patrulla.
       Uno de los hombres desenvainó un cuchillo y exhortó a sus compañeros para que lo acompañaran a explorar en el bosque. Aterrados, cruzaron los brazos sobre sus mosquetes y se limitaron a mirar al infinito. El joven sargento cargó su arsenal de improperios contra esos compañeros timoratos, puso en duda la hombría de todos y hasta las órdenes dadas. Su insolencia y falta de disciplina fueron corregidas con un puñetazo al mentón que el Capitán conectó limpio.
       La anarquía se apoderó de las cabezas alborotadas por el miedo. Garmendia no tuvo excusas válidas donde refugiarse cuando su experiencia le escupió la dolorosa verdad: sus hombres se desmoronaron. Pero la voz de la razón le dijo que aquellos soldados que conocía desde niños y se enrolaron en empresas histéricas a favor de su rey, fueron entrenados para desafiar a canallas ambiciosos, no a fantasmas que utilizaban artilugios mágicos para desgastar los nervios de los seres hasta llevarlos a la tumba sin accionar un arma.
       Esa idea llenó de niebla sus convicciones. La sensación de fracaso congestionó las venas del curtido militar que vio en un instante cómo los sueños terminaron por ser una maldición cuyo remedio no dependía de las manos propias, sino de un acertado tajo en el cuello propinado por la sagacidad de una turba de ciegos lunáticos. Para su fortuna, los pensamientos erráticos se esfumaron gracias a los alaridos triunfantes del vigía:
-¡Tintineo en el bosque…! -¡Tintineo en el bosque…! ¡Los ciegos encontraron algo!
       La tropa empezó a vitorear a los engendros que tuvieron la capacidad de ver donde ellos fueron simples alimañas sin ojos. En la excitación terminaron abrazados como chiquillos que  encuentran aliados al final de una pesadilla común que amenazó su inocencia.
-¡Silencio, maldita sea!-Exigió el Capitán, turbado por la emoción.
       Silencio se hizo efectivamente. El dulce sonido del metal se volvió un compacto haz salido desde la esquina suroriental del bosque. Los hombres tomaron posiciones y comenzaron a moverse según el plan: de a cuatro y sin piedad. Garmendia, se dirigió con energía a sus subalternos:
-¡Total entereza, señores! ¡Saben cuál es nuestro trofeo!


       Maese Dibós, creyó siempre que las grandes misiones debían ser encomendadas a las voluntades inflexibles. “Aquellos proclives a ser comidos por las dudas terminan limpiando las botas de los verdaderos hombres. Cada paso en falso, un resquicio pequeño en el armazón de una tarea, se paga con el estruendo pestilente del fracaso, con su aroma a flores podridas y ese silencio que acompaña el comentario hecho por alguien antes de que el indigno entre al recinto donde su desgracia es conocida,” les decía a sus servidores para motivarlos y amenazarlos.
       La jornada transcurría lenta y sus lacayos estaban lejos, incomunicados, libres de su presión cazando una bruja. Ni las oraciones fueron suficientes para quitarle de la cabeza la idea de haber cometido un error cuando le confió la misión más importante de su apostolado a un tipo vanidoso como el Capitán. Las voces, las malditas voces de siempre, las que insultaban y llenaron de miedo su espíritu desde que tenía memoria, le halaron los faldones del hábito, chuparon su saliva hasta dejarle la boca libre de fluidos e impregnada por un sabor ferroso parecido al de la sangre en la lengua. “Eres un mediocre rodeado de alimañas tramposas,” repitieron cada veinte segundos.
       Nada detuvo la avalancha de frustración que agitó su respiración. Pasaron cinco horas y Garmendia, Jefe de la guardia personal de Don Fernando de Silva y Álvarez de Toledo, conde de Cifuentes, y servidor incondicional del Santo Oficio, no transmitió noticias ni buenas ni malas. Sólo la luna mostró la cara y le inyectó su carga de frío al crucifijo que el cura portaba desde que era seminarista. El sagrado pedazo de metal terminó quemándole el pecho como premio a su impaciencia. Cada uno de los dedos de la mano izquierda se enterró mecánicamente en la piel del antebrazo contrario queriendo despertar algo del resentimiento que hizo legendario a aquel anciano piadoso que todo lo logró para bien de Cristo y su reino beatífico.
       Se postró frente a  la imagen de Nuestra Señora del Carmelo y masculló una súplica cargada de veneno. Palabras y palabras salidas del estómago que para cualquier testigo hubiesen sonado a orden terminante, estuvieron acompañadas por golpes de cabeza al suelo. Su llamado no se limitó a la sordera de un Dios y unos santos en los que confió siempre; fue más allá e invocó a los ejércitos de arcángeles y querubines con insolencia para que lo ayudaran, porque eso era él: un clérigo loco, un guerrero entrenado para preservar legados y diseminarlos a cualquier precio.
       La noche se estacionó en un punto febril de las obsesiones. El monasterio terminó engullido por una quietud que alborotó culpas y excentricidades en los sesos del Maese. Temerario,  se encaramó sobre un taburete tratando de descifrar formas a través de las grietas del techo. Un trozo de cal a punto de caer se volvió parte funcional del enigma que al sumarse a un punto blanco en apariencia incidental, que al sumarse a su vez con otro centenar, terminó develando el intrincado sistema  que emparentó su vida con una serie de letras que mostraron la estructura gráfica con la que el enemigo reclamaba su condición espuria de actor principal en la vida de los creados a imagen y semejanza del Señor.
       Para su desgracia el nombre prohibido volvió a aparecer. Lo vio escrito en un estandarte cuando la carnicería inició en Lepanto. Las hojas aceradas de los yataganes otomanos estaban pringadas de él, de su magia sensual y sosegada decadencia. Cada vez que los plomos disparados por su mosquete penetraron carne infiel y los estertores finales le hicieron brotar los ojos al enemigo, ese nombre dominó el espacio físico que alejó su materia de la muerte, se tatuó en las heridas abiertas, en los quejidos de esos espíritus que le brindaron compañía mientras se desgastó aguardando noticias que demoraron en llegar. Su historia resumida en cinco letras que fueron la impronta de la sibila que logró martirizarlo sin esfuerzo.
       “¡Incapaces…! ¡Todos una recua de incapaces!” Expresó su ira a placer; pero segundos después entendió su grito como un error  en la intención de esconder debilidades frente a posibles rivales que como él, buscaron desde su ingreso al seminario puestos de privilegio en la estructura de la curia. El reclamo salido de los más hondo de las vísceras, fue asumido por los habitantes del monasterio como la orden perentoria de guardarse y orar para que los deseos inconfesados de aquel bárbaro fanatizado a quien temían de verdad, se materializaran lo antes posible por el bien de todos.
       Su confesor y protector insigne, uno de los hombres fuertes del Tribunal de Penas Del Santo Oficio, sabio inescrupuloso a la hora de defender las causas divinas, le confió trabajos como el que esa noche le estrujaba los nervios desde que asumió dignidades en defensa de la religión y los Estados Pontificios. Dibós, un infante de marina relegado por sus superiores de armas, menesteroso que erraba por las ciudades buscando portar las banderas de una causa que lo ayudara a salvar la mísera dosis de paz que le quedaba en el alma, asumió las tareas encomendadas con dedicación porque también quería una parte de la gloria eterna, su espacio privilegiado en el cielo y mucho poder en la tierra.
       Su maestro, calculador, cínico, honrado a su manera, jamás lo defraudó. Recogió las virutas de Fermín Dibós, “asesino vehemente,” según opinión de quienes lo conocieron de joven, y las convirtió con artificios de fe, en un monolito con el cual amparó la obra de Dios. Le bastó mirarlo una vez para darse cuenta  que aquel muchacho frágil en la confusión estaba hecho de un material imposible de mellar. Lo volvió su cachorro y ninguno de sus hermanos de comunión osó imponer censura alguna. Moldeó su inestabilidad, respeto su carácter de bestia colérica y al mismo tiempo, le impuso directrices para no claudicar cuando las dudas  se le metieran entre ceja y ceja. Lo acogió sin preguntas mayores, así se ganó la lealtad de un siervo que reclamó la mano firme de un amo bueno.
       Por su maestro convirtió la brutalidad a cuenta gotas en un arma eficaz a la hora de desterrar la opresión del maligno en reinos de hidalgos. Aplicó curas de sufrimiento (nombre generoso dado a la tortura) para arrebatarle al infierno las almas de niños, mujeres y hombres que terminaron por ceder ante la seducción del diablo. Purificó en hogueras alimentadas por el morbo de la plebe los pecados de sus hermanos, sacó del camino hacia el poder a encarnizados rivales de su protector, doctos señores que vieron en la autoridad y sus gracias anexas no instrumentos sino fines expeditos para disfrutar de “nauseabundos goces, objetivos primarios carentes de sustancia,” según su opinión. Así era él, así actuaba: sin dilaciones. La enfermedad necesitaba soluciones extremas, amputaciones salvadoras. La vida en el paraíso, pensó hasta el cansancio, se luchaba cada día, no bastaba con desearla.
       Y esa jornada el deseo pareció ganarle el pulso al honor del trabajo. Los años pasaron lentos sobre su necesidad de éxito, la obsesión en cambio, se multiplicó en aquella cabeza atormentada por los detalles. Si todo terminaba como esperaba, el proyecto de su maestro sería una realidad llamada a cambiar la historia de la cristiandad. La misión descansaba en las armas de un oficial, veinte hombres superiores y cinco ciegos instruidos por él. Todo planificado y fuera de sus manos en ese instante, tan perfecto en el papel y sin aviso positivo. Sus hombros cargaron la pesada cruz de la responsabilidad y debió limitarse a esperar, a cocinarse vivo en un área de nueve varas de mazmorra, su hogar para la posteridad, espacio donde el presente ocurrió sin que se diera cuenta y en un futuro cercano reposarían sus huesos hechos trizas.
-¡Por amor a Dios, una respuesta!-Volvió a exigir. La incertidumbre terminó por ser una aguja que se le clavó bajo las uñas.
       Su cuerpo se hizo pira descontrolada. Las mejillas hirvientes desfogaron en olas de calor el suplicio provocado por la congoja, colmillos de metal desgarraron su interior, latigazos de terror le midieron el ancho a su hombría. Las voces de locura regresaron, escaparon, metieron aguijones llenos de ponzoña en sus coyunturas gastadas. Los muertos que llevó a cuestas en la conciencia mancharon el frenesí de sus pensamientos, le caligrafiaron el interior de la mirada  con sílabas que fueron parte de sus pesadillas. Íconos rojos,  azules, negros, mares llenos de esqueletos  que devoraron los quejidos roncos de su ambicioso maestro. Todo desazón, traición a los principios, empezar a resquebrajarse siendo eslabón inicial en una cadena de infortunios estrangulados por la gracia de su mediocridad.
       Unas horas para el amanecer. El suplicio de desconocer los hechos lo carcomió. Aguzó el oído para escuchar una vez más los reclamos de sus fantasmas; pero el repicar de unos pasos vertiginosos en el corredor le devolvieron la digna serenidad. Se incorporó sin dilaciones, estiró los pliegues de la sotana y le dio la espalda a la puerta de su celda. La compostura, por lo menos la simulación de esta, fue el truco que accionó para solventar aquella situación límite, por eso dibujó un rostro de piedra en el desastre gelatinoso en que se convirtieron  sus rasgos.
       Los latidos del corazón se manifestaron en espasmos perceptibles a lo largo de sus sienes. Gotas de sudor corrosivo cruzaron su espalda. Pensó que así debió ser la agonía de Cristo antes de que el romano perforara su antebrazo sagrado con el primer clavo de bronce. Todo dolor pellizcó su costado derecho, que hinchado de bilis estiró la piel y la volvió una película de vidrio. El premio a una vida de tesón pareció mutar en niebla mientras el hombre que no creyó ser, yació petrificado una vez más viendo Lepanto desde una de las ciento ochenta y siete galeras apostadas frente al golfo, maravillado por el color de las banderas enemigas llamando a retirada sobre los cuerpos de miles de guerreros asesinados y una cascada de alaridos que condensaron su aliento cuando la esencia crédula abandonó su pecho hecho cenizas. ”Lepanto… Lepanto…,”balbuceó.
       El Capitán Garmendia no se atrevió a cruzar el dintel de la puerta. Vio a Dibós perdido en medio de esa humildad  que le tocó en suerte y sintió pena por él. Comunicó la esperada nueva con fingida serenidad:
-Excelencia, la encontramos donde nos indicó. A la espera de sus órdenes.
       Dibós buscó los ojos celestes de Garmendia. Su rostro no develó ninguna emoción; fue duro, consecuente, ruin. Llevó la mano derecha al crucifijo de plata y reveló para su descanso, las palabras que ensayó durante toda una noche de angustias:
-Sabe qué hacer; pero primero quiero verla.


Continuará…

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